Revisión en violencia infantil y su relación con psicopatología, neurodesarrollo y etapas de crecimiento.
1.- Violencia parental. Etapas de desarrollo y factores de riesgo asociados
Una de las hipótesis de este trabajo relaciona factores de riesgo familiares con las distintas etapas de desarrollo. Al respecto las variables consideradas tienen que ver exclusivamente con la relación familiar, no considerándose otras que necesariamente interactúan, como son los primeros factores predisponentes (externos), factores psicosociales asociados, características cognitivas parentales, o la base temperamental del niño. Las variables familiares consideradas en este trabajo son las siguientes:
Violencia conyugal y desarrollo de apego inseguro en las primeras etapas de la vida (de 0 a 6 años).
La relación parental desajustada en la etapa escolar (de 6 a 12 años),
y la intervención parental disfuncional de padres autoritarios, indulgentes o negligentes en la etapa pre y adolescente.
Estos factores familiares están relacionados con el incremento de un trastorno, y aunque los factores no definan su naturaleza, inciden en el diagnóstico (inicio más precoz, peor pronóstico), y están asociados a una mayor probabilidad de que los niños presenten problemas de salud mental, y/o a que se produzcan desajustes en la evolución (Moreno y Chauta, 2012).
En cuanto a la violencia de género existe relación entre el maltrato contra la mujer y la exposición a violencia familiar. Resulta evidente que cuando el niño presencia escenas de violencia verbal o física, y hostilidad o conflictos permanentes no resueltos, esto tiene efectos negativos directos con consecuencias duraderas (Alcántara et al., 2013), e implicaciones negativas en su salud (Cunningham y Baker, 2004), siendo además la violencia de género un factor de riesgo importante para sufrir maltrato físico y sexual en la infancia (Holt, Buckley y Whelan, 2008).
Necesariamente este conjunto de actitudes influye en el comportamiento de ambos padres y en la capacidad de responder adecuadamente a las necesidades del niño, puede, asimismo, influir en un aumento de ira y hostilidad y en un desajuste en la autorregulación emocional (Dvir et al., 2014). La mujer víctima de violencia puede tener una baja autoestima y sentimientos de impotencia y culpa, que influyen y determinan su capacidad materna y la seguridad en la vinculación con sus hijos, lo que puede originar problemas introspectivos (Levendosky, Huth-Bocks, Shapiro y Semel, 2003).
Esta experiencia de normalización de la violencia de género en la que vive la familia puede repetirse en la relación madre-hijo, ya que los niños son muy vulnerables a las respuestas y al afecto materno, y cuando ella es víctima de violencia, pueden desarrollar comportamientos similares.
El factor de resiliencia más mencionado en la literatura (Shaffer et al., 2013; Beutel et al, 2017) sobre el maltrato infantil en general es el vínculo de apego, y la importancia que tienen las relaciones primarias para el desarrollo. El apoyo y la calidez en la vinculación materna hace crecer en el niño un factor interno vincular, que le permite la construcción de un modelo operativo interno, que va a ir consolidándose en un vínculo de apego seguro. Eisenberg et al., (2010) relatan que el periodo primario de crecimiento sináptico y de la estructura límbica que regula los afectos en la corteza prefrontal, comienza al final del primer año y está influenciado por los intercambios que se van produciendo con la figura materna. En consecuencia, la falta de esta vinculación afectiva es el mayor factor de riesgo relacionado con las primeras etapas del desarrollo.
El apego seguro dota al niño de estrategias conductuales apropiadas y reductoras del estrés, con incrementos insignificantes de los niveles de cortisol cuando se le plantea un desafío (Spangler y Grossman, 1999, citado en Cortiña y Marrone, 2017, p. 187). A la edad preescolar (de 3 a 6 años), le corresponde consolidar esta vinculación afectiva y la solidificación de los lazos de apego. Howell, Barnes, Laura, Miller y Graham-Bermann (2016) subrayan que los niños en esta edad tienen una de las tasas más altas de exposición de cualquier grupo de edad, ya que es en este momento del desarrollo cuando tienen mayor necesidad de una vinculación afectiva que les otorgue confianza y seguridad, y un adecuado modelado para la regulación emocional.
La edad escolar (de 6-12 años) es un período de cambio importante para el niño ya que adentrarse en el sistema escolar representa establecer nuevas vinculaciones en un sistema reglado (escolar) fuera de la familia, e interrelaciones con iguales. Si el riesgo en esta etapa son las relaciones, el factor de resiliencia serán las habilidades cognitivas para la solución de problemas, siendo la autoestima y autoconcepto elementos protectores. En este periodo se consuma la poda sináptica neuronal, se definen la autoestima y el auto afecto y se van consolidando las conductas de afrontamiento.
En consecuencia, el factor familiar asociado a esta etapa de desarrollo está relacionado con el modelo de relación parental. Cuando la relación parental es disfuncional (sin apoyo, o con falta de consenso, o tal vez en conflicto permanente) el joven encuentra dificultades para desarrollar y mantener amistades adaptativas (McCloskey y Stuewig, 2001). La diferente literatura (McHale, 2007; Teubert y Pinquart, 2010; Plá, 2015) viene considerando tres factores que influyen y determinan la relación parental, y que en su desajuste pueden precipitar la aparición de problemas psicopatológicos:
– El primer factor es el apoyo, que son aquellas estrategias y acciones que sostienen, aprueban e incentivan los esfuerzos del otro padre en la educación de los hijos (Belsky, Crnic y Gable, 1995). Es el intercambio de información producido entre las figuras parentales acerca de los hijos, y la comunicación con ellos de una forma objetiva sin hostilidad, en un proceso de revisión permanente. Intercambio continuo que para ser funcional debe ser equilibrado y armónico, al contrario, cuando es producto de una actitud pasiva o desinteresada, o de una falta de compromiso de miembro parental o de ambos en la educación (Van-Egeren, y Hawkins, 2004) origina desajuste emocional en el hijo. Un caso extremo es el sabotaje, mencionado por Pla (2015) como “estrategias y acciones que frustran y critican las acciones del cónyuge en sus intentos por lograr los objetivos de educar al hijo, mediante falta de respeto o de crédito hacia las decisiones del otro” (p.30).
– El segundo factor es el consenso que puedan establecer las figuras parentales para la educación del hijo. En esta edad (de 6 a 12 años), el niño necesita de una fuerte identificación con sus figuras parentales (Hughes, 1988). Los padres actúan como transmisores de toda una serie de valores y creencias, modelan en el hijo la emocionalidad y la vinculación afectiva, son depositarios de distintas expectativas, y ya en esta etapa van fijando un tipo y estilo de intervención ante el hijo (Baker, McHale, Strozier y Cecil, 2010; Teubert y Pinquart, 2010). En toda esta transmisión de actitudes, normas y sistemas van a influir significativamente las experiencias y actitudes adquiridos por los padres en las familias parentales de origen (Feinberg, 2003).
-El tercer factor es el conflicto, que es la capacidad de los padres en la resolución de incompatibilidades educativas para resolver conflictos, utilizando estrategias y métodos adecuados para ello, y de esta forma poder llegar a soluciones consensuadas. Este factor se refiere a conflictos vinculados con el hijo, y a la posibilidad de exponer o no a éste a los conflictos parentales habitualmente, esta exposición oscila desde la evasión estratégica del conflicto hostil (evitar la discusión hasta que el hijo no esté presente), hasta la exposición hostil entre los progenitores delante de los hijos (Plá, 2015).
Los hijos pierden en ambos casos, sea por recibir mensajes inconsistentes, o por establecerse un conflicto permanente que conduce a incertidumbre, inestabilidad y preocupación, surgiendo problemas de conducta (McHale, 2007). En el caso de la evitación del conflicto este queda encubierto, y el modelo propuesto por los padres puede promover en los hijos la aceptación de que el resentimiento y la tensión mantenida e ignorada puede ser una forma adecuada de manejo del estrés (Teubert y Pinquart, 2010). En el caso de la exposición abierta del conflicto entre padres hacia los hijos estos pueden ver la agresión como un mecanismo para manejar el conflicto (Plá, 2015).
En cuanto a la adolescencia (de 12 a 18 años) el factor de riesgo considerado es la intervención parental. Factor de riesgo que se ha venido desarrollando a lo largo de toda le educación infanto-juvenil y que tiene su mayor visibilidad en este periodo. Encontramos tres dimensiones importantes en esta etapa para medir la intervención parental: El apoyo, el afecto y el control. Estas dimensiones son factores, tanto de riesgo (eventos estresores), como de protección, (grado de competencia o dificultad).
Concretamente, el apoyo, con bajos niveles de castigo, con un buen razonamiento y una buena comunicación es un factor de resiliencia, así como lo es el afecto, con una adecuada expresión de emociones, calidez en las interacciones y un adecuado clima familiar (Carrasco, Del Barrio y Holgado, 2007; Lila y Gracia, 2005). Por otro lado, el control está relacionado con las creencias, atribuciones, actitudes y expectativas de los padres acerca del hijo, de su crianza y de su desarrollo, este control para Hewitt (2015) influye en las prácticas de crianza y guía la relación con los hijos.
Darling y Steinberg (1993) en la intervención parental diferencian entre estilos de crianza, constelación de actitudes hacia el niño, donde se genera un clima emocional y donde se expresan las conductas de los padres, y prácticas parentales que son aquellos comportamientos definidos por contenidos específicos y metas de socialización. Bornstein, y Bornstein (2010) los clasifican los estilos parentales en cuatro tipos: Padres autoritarios (alto nivel de control y baja receptividad a la reflexión y el afecto), padres autoritativos (alto nivel de control y de receptividad), padres permisivos e indulgentes, y padres negligentes (bajos niveles de control y de respuesta).
-La primera tipología corresponde al estilo autoritario, alto grado de control y baja receptividad reflexiva y de afecto. Se caracteriza por abuso de castigos, amenazas y agresión y una peor comunicación reflexiva y de afecto. Es un estilo educativo de ciclos coercitivos que, según mencionan Dwari y Achoui (2010), puede producir un desequilibrio bidireccional, los padres ante la conducta perturbadora del hijo responden con conductas agresivas o violentas que a su vez dan lugar al incremento de comportamientos externalizados.
-La segunda tipología, corresponde a los padres autoritativos, alto nivel de control y de receptividad. Así como la primera (autoritaria) es bien visible a nivel conductual y tiene una baja recepción de afecto y apoyo por parte de las figuras parentales, esta tipología se relaciona con una actitud de control psicológico. Este exceso de control familiar va produciendo desregulación emocional ante la falta de acuerdo y pérdida de la comunicación entre miembros.
-La tercera tipología corresponde al estilo educativo poco restrictivo. Padres permisivos e indulgentes, pasivos e indiferentes, con falta de supervisión y compromiso con la crianza como factores determinantes. Al respecto, Kendziora y O’Leary (1993) mencionan que la dificultad para establecer normas y límites es lo más llamativo en las figuras parentales permisivas, como consecuencia a esta actitud parental los hijos tienden a presentar con mayor frecuencia comportamientos agresivos
-La cuarta tipología corresponde con la negligencia. Esta es la forma más habitual de maltrato, es una falta de supervisión para poder cimentar la seguridad del niño. El Manual diagnóstico, DSM-5 (2013), incluye la negligencia dentro de los trastornos relacionados con traumas y factores de estrés, en el Trastorno de Apego Reactivo (p.265), el criterio básico es que el niño haya experimentado cuidado insuficiente, por negligencia o carencia social, manifestándose esta negligencia en que el niño no tenga cubiertas las necesidades emocionales básicas para poder disponer de bienestar, estímulo y afecto por parte de sus cuidadores.
En las situaciones de maltrato y exposición a la violencia, suele existir concurrencia con otros tipos de violencia, y de otros factores de riesgo asociados, que actúan como factores estresantes y que pueden tener un efecto acumulativo a largo plazo (Martínez, 2015), teniendo mayores consecuencias psíquicas que episodios traumáticos de un mismo tipo repetidos en el tiempo (Edleson y Nissley, 2011; Finkelhor 2011; Hamby, Finkelhor y Turner, 2012; Sternberg, 2006), lo que es conocido como “adversidad acumulada” (Carrión, Weems, Ray y Reiss, 2002). Esta acumulación de situaciones de adversidad puede llegar a la etapa adulta con una mayor profundidad sintomatológica que los menores expuestos a una sola experiencia traumática, esto es considerado como poli victimización, múltiples formas de violencia, con efectos acumulativos o combinados.
En consecuencia, al ser una experiencia multidimensional, la violencia familiar, como sugieren Lagdon, Armour y Stringer (2014), puede tener un mayor efecto adverso sobre la salud mental que otros eventos traumáticos. Estos autores concluyen, así como Sackett y Saunders (1999) que este tipo de violencia se mantiene como una relación de abuso, dando como resultado una pérdida de identidad y control que puede llevar a sentimientos de desesperanza, y a una incapacidad para abandonar la relación abusiva.
2.- Violencia parental: Factores de riesgo y etapas del desarrollo. Resultados
En este apartado se han revisado las diferentes etapas de desarrollo con factores de riesgo asociados, para corroborar la hipótesis propuesta en el trabajo de que las etapas de desarrollo están mediadas por factores familiares de riesgo, incidiendo esta mediación en el desarrollo y consolidación de trastornos interiorizados y exteriorizados.
A.- Prenatal hasta la infancia (0-2 años). B.- Preescolar (de 3 a 6 años).
Factores de riesgo: violencia de género, falta de vinculación afectiva.
Tal como se ha mostrado en el marco teórico, la violencia de género en el embarazo conlleva mayor riesgo de parto prematuro y muerte fetal, aborto espontáneo y mortalidad materna (Silverman et al., 2006). En el periodo postnatal la exposición a la violencia de género afecta a la salud general (física y mental) de la madre, provocándole estrés, ansiedad y angustia (Levendosky et al., 2013), lo que afecta al desarrollo de patrones de apego saludables, y a la capacidad de responder adecuadamente a las necesidades del niño. Puede, asimismo, influir en un aumento de ira y hostilidad y en un desajuste en la autorregulación emocional, afecto desregulado de las madres (Dvir et al., 2014).
El estrés producto del maltrato conyugal afecta, asimismo, a las prácticas educativas de la madre (Graham-Bermann y Perkins, 2010; Levendosky et al., 2013) pudiendo la madre llegar a ser violenta. De la misma forma, la mujer víctima de violencia puede tener una baja autoestima y sentimientos de impotencia y culpa, lo que puede originar problemas introspectivos (Levendosky et al., 2003).
Además, estos riesgos tempranos para el desarrollo no desaparecen necesariamente tras la etapa prenatal (Alcántara et al., 2013), ya que la continuidad de la violencia y la cronificación del abuso puede interferir en las relaciones de apego de los niños pequeños con su madre, interrumpiendo el establecimiento de vínculos seguros. Esto produce una normalización de la violencia de género, lo que puede originar una repetición de la conducta en la relación madre-hijo, ya que los niños son muy vulnerables a las respuestas y al afecto materno, y cuando ella es víctima de violencia, pueden desarrollar comportamientos similares.
La relación entre apego disfuncional y psicopatología es inherente al proceso de maduración orgánico, ambos tienen su maduración, igual que todos los sistemas. Teicher y Samson (2016) mencionan que el cerebro del recién nacido necesita ir elaborando y regulando conexiones con las estructuras límbicas para consolidar una vinculación afectiva adecuada. En definitiva, existe relación directa entre niños con apegos inseguros o desorganizados, con niveles más altos de problemas de internalización y externalización, en comparación con un apego seguro (Moya, Sierra, Del Valle y Carrasco, 2013; Muris et al., 2003).
Como consecuencia de la violencia familiar surgen dificultades en la auto regulación afectiva del niño, pudiendo quedar afectado el grado para desarrollar relaciones saludables con compañeros y otras personas fuera del hogar (Shields, Ryan y Cicchetti, 2001), y aparecer conductas agresivas hacia hermanos, padres, figuras de autoridad, y con los iguales (Burnette 2013; Minze, et al., 2010; Voisin y Hong, 2012).
C.- En edad escolar (6-12 años). Factores de riesgo: La relación parental y la violencia de género cronificada.
En esta etapa, la relación parental (que ya puede venir dañada de etapas previas) es una variable fundamental en la vinculación entre maltrato familiar y psicopatología internalizada y externalizada, ya que todavía el niño no ha acabado de desarrollar la capacidad de establecer límites y regular emociones (De Bellis, 2011). También el niño puede ir creándose concepciones más rígidas de los roles de género y una mayor aceptabilidad de la violencia (Graham-Bermann y Perkins, 2010). Al respecto, la falta de apoyo parental predice problemas internalizados (Rodrigo et al., 2008) y problemas de conducta (McHale, 2007) ante un conflicto permanente.
La violencia familiar que se desarrolla en esta edad, según Lundy y Grossman (citado en Howell et al., 2016) produce en los hijos cambios de humor, miedo y resistencia a interactuar con los demás, los autores encontraron que más del 58% de los niños en edad escolar expuestos a violencia familiar, tenían más probabilidades de experimentar estos cambios, el 47% de esos niños tenían un problema específico de aprendizaje. Problemas académicos que se pueden prolongar a través de los años e impedir el éxito académico futuro. De Prince, Weinzierl, y Combs (2009) encuentran también peor rendimiento en el funcionamiento ejecutivo.
Cuando la relación parental no se apoya en un consenso adecuado esto facilita dinámicas relacionales marcadas por la competitividad (Belsky et al. 1996; Feinberg, Kan y Goslin, 2009; Tremblay, 2011), es una actitud de falta de apoyo, sea de forma hostil o encubierta. La hostilidad-competitividad, con bajos niveles de solidaridad y armonía en la relación parental, ha sido asociada en los estudios mencionados con ansiedad, y problemas de conducta.
Es particularmente vulnerable esta etapa escolar en el desarrollo de la arquitectura cerebral (Teicher y Polcari, 2006). En el estudio de Andersen et al., (2014) el volumen del hipocampo fue relacionado con abuso y maltrato recibido entre los 11-13 años de edad, y el cuerpo calloso se asoció con el maltrato ocurrido entre los 9-10 años, ambos resultan específicamente afectados por la violencia familiar.
Teicher y Samson (2016) señalan que los adultos con historial de maltrato tienen hipocampos más pequeños, con una correlación inversa entre la gravedad de la exposición y el volumen. Pechtel et al. (2014) estudian la varianza en el volumen de la amígdala en casos de violencia parental, encontrando un periodo de máxima sensibilidad a los 10-11 años, con un volumen más grande de la amígdala derecha. Estas vulnerabilidades han sido asociadas con un peor rendimiento en el funcionamiento ejecutivo: memoria de trabajo, inhibición, atención auditiva y velocidad de procesamiento (De Prince et al.,2009), lo que refleja dificultades en planificación, organización y finalización de tareas.
La edad escolar (de 6 a 12 años) es un periodo de máxima necesidad en el aprendizaje de regulación emocional y adaptación de respuestas, no cabe duda de que estas funcionalidades ejecutivas dependen en gran medida de la relación parental establecida en esta etapa de educación del niño, la cual va a conferir un estilo parental de intervención que desemboca en la siguiente etapa, adolescencia, en el arraigo de conductas y formas de afrontamiento.
D.- Adolescencia (13-18 años). Factor de riesgo: La intervención parental
La intervención parental es un factor de riesgo que se ha venido desarrollando a lo largo de toda le educación infanto-juvenil y que tiene su mayor visibilidad en este periodo. Al respecto, Molina, Flores y Domínguez, (2017) en un estudio con adolescentes en México (de 12 a 18 años), reportan que la afectividad y el apoyo se asocian con las prácticas de crianza maternas, las madres reflejan mayor comunicación bidireccional con los hijos, mientras que la dimensión de control se asocia con la crianza paterna.
-El estilo autoritario de intervención parental, alto grado de control y baja receptividad reflexiva y de afecto, puede dar origen al establecimiento y al mantenimiento de comportamientos externalizados en chicos y síntomas internalizados en chicas (Levendosky et al., 2013). Estas disciplinas coercitivas originan en los hijos problemática conductual, además del riesgo de volver a experimentar la violencia como agresor, o como víctima en las relaciones futuras. Diferentes estudios (Temple et al., 2013; Wolfe et al., 2003) señalan que en este estilo parental los adolescentes tienen más posibilidades de adoptar actitudes agresivas como medio de resolución de conflictos, con compañeros, parejas, y padres. Asimismo, Jiménez-Barbero, Sierra, Del Valle y Carrasco (2016) encuentran que la exposición a la violencia doméstica es el mejor predictor para el comportamiento abusivo de los adolescentes chicos, así como para la victimización de adolescentes (de ambos sexos) en sus relaciones íntimas.
-El estilo autoritativo con alto nivel de control cuando viene acompañado de comportamiento agresivo pasivo, hostil y de rechazo, también puede estar asociada a problemas internalizados como depresión y conductas de introversión o aislamiento (Soenens, Park, Vansteenkiste y Mouratidis, 2012; Van der Bruggen, Bögels y Van Zeilst, 2009).
-Respecto al estilo educativo poco restrictivo, diferentes estudios coinciden en señalar esta falta de supervisión como factor determinante de la conducta agresiva en los hijos (Aroca, Lorenzo y Miró, 2014; Bates et al., 1998; Knutson, et al., 2004) estos estudios han encontrado una mayor media de violencia en adolescentes con estilos de crianza permisivos y una menor disciplina de castigo, ya que este estilo educativo tiende a ignorar una mala conducta.
-El estilo negligente de intervención puede conducir a la percepción en el hijo de falta de pertenencia, aislamiento, y de un sistema familiar coherente (Thompson y Neilson, 2014). Al respecto, se establece que la falta de implicación paterna en la educación de los hijos puede estar vinculada con la expresión de agresividad hacia los progenitores (Ibabe, 2015; Jaureguizar e Ibabe, 2011). Para Kotch et al. (2008), es un fuerte predictor vinculado a una mayor aparición de conductas con riesgo sexual, ya que estas experiencias negligentes pueden inducir a los adolescentes a la búsqueda de intimidad y de apoyo a través de las relaciones sexuales.
En la adolescencia la violencia va más allá de los límites de la propia familia y se asocia con un mayor riesgo de experimentar otras formas de violencia, tanto indirecta como directamente. (Contreras y Cano-Lozano, 2014; Ibabe 2015; Pereira y Bertino, 2010) recalcan que no es extraño que muchos adolescentes que presentan conductas violentas en el ámbito familiar, en otros contextos presenten conductas sobre adaptadas. González et al. (2013) reflexionan que los adolescentes agresores se sienten rechazados por el padre, lo que indica peor comunicación y falta de conexión emocional entre ambos, así como déficits en habilidades sociales para manejar conflictos, los autores mencionan que prácticas super protectoras, o, al contrario, excesivo control apoyado en el castigo físico provoca respuestas agresivas.
Se han revisado distintos trabajos actuales relacionados con la práctica y estilos parentales y su influencia en la adolescencia encontrando una relación altamente significativa entre prácticas disciplinarias violentas y conductas externalizantes e internalizadas. Ibabe (2015) concluye que todas las estrategias coercitivas de disciplina se asocian a violencia familiar. Velandrino, y Llor-Zaragoza (2016) realizan un estudio con adolescentes afectados por trastornos externalizantes, quienes describen los estilos parentales como más autoritarios y menos inductivos, destacando los autores la influencia de este estilo en el desarrollo de estos trastornos.
Respecto de la agresión del menor como respuesta afirman Calvete, Orue y Sampedro (2011) que en numerosas ocasiones el ataque no nace solo como reacción a la disciplina paterna, sino también como una lucha por el poder. Calvete et al. (2013) diferencian entre el comportamiento agresivo proactivo, (deliberado y planificado para la consecución de un objetivo), más relacionado con la observación de la violencia, (exposición indirecta), y el comportamiento agresivo reactivo que corresponde con una reacción de rabia, ira y hostilidad ante la percepción de la amenaza, que está más vinculado con experiencias de victimización (exposición directa).
Los jóvenes que han experimentado u observado violencia familiar pueden aprender a comportarse de una manera similar empleando este tipo de conductas violentas para relacionarse con sus progenitores, con su pareja, o con sus hijos en un futuro, es la teoría de la bidireccionalidad (Brezina, 1999; Gámez-Guadix y otros 2010). Aunque este trabajo de revisión no se refiera a la violencia filio-parental, son varios los estudios encontrados sobre la hipótesis de la bidireccional y la transmisión intergeneracional de violencia (Aroca y otros, 2011; 2014; Calvete et al., 2014; Cottrell, 2001; Ibabe, 2015 donde la violencia observada en las figuras parentales representa el mayor riesgo de ocasionar violencia o víctimas en actos similares posteriores.
De los diferentes estudios se extrae que si el grado de agresión es percibido por el joven como justificado o aceptable queda establecido un vínculo con problemas de externalización, si los jóvenes ven un acto violento como normativo o aceptable, es probable que desarrollen la creencia de que la agresión puede ser apropiada o efectiva en relaciones cercanas. Asimismo, las expectativas inapropiadas parentales acerca del desarrollo y del comportamiento del adolescente pueden llevar a este a internalizar el conflicto (sobre exigencia), o a conductas desadaptadas (rebeldía, consumos…).
Todos estos resultados sugieren que presenciar o participar en la violencia familiar en cada ciclo evolutivo supone una carga de salud psicológica, cerebral y física, y cumple la primera hipótesis del trabajo: existe relación directa entre violencia parental y psicopatología, y asimismo establece la relación entre la edad de desarrollo y los diferentes factores familiares de riesgo.
Revisión en violencia infantil y la relación con psicopatología, neurodesarrollo y etapas de crecimiento.
Etapas de desarrollo y factores familiares de riesgo
Melchor Alzueta S. Pamplona. 2018