Violencia familiar (de género, padres a hijos y filio-parental)
Violencia familiar (de género, padres a hijos, filio-parental)
Las primeras investigaciones describieron a los niños expuestos a violencia doméstica como observadores de dicha violencia; Holden (1991), usó el término “exposición a la violencia doméstica”. No hay una definición consensuada, pero, la coincidencia general es que esta exposición ocurre cada vez que los niños ven, oyen, o están directamente involucrados, o experimentan las secuelas de agresiones físicas o sexuales que ocurren entre sus figuras parentales o cuidadores. “El término hace referencia a cualquier forma de abuso, bien sea físico, psicológico o sexual, que pueda ocurrir en la relación entre los miembros de la familia, lleva implícito un desequilibrio de poder, y es ejercido desde el más fuerte hacia el más débil con el fin de ejercer el control de la relación. (Patró, y Limiñana 2005 p.11). Caben las diferentes formas de exposición: de los menores a la violencia familiar sistémica, la violencia conyugal, o la violencia de las figuras parentales.
Violencia que conlleva consecuencias muy negativas, la exposición del menor influye negativamente en su bienestar y desarrollo psicológico. Cuando el abuso se produce en la esfera del hogar parental el maltrato no es sólo el acto de maltrato en sí mismo, sino también una relación interpersonal disfuncional y traumatizada. “El niño pierde la fe y la confianza en el padre o en la figura de autoridad, con lo que la capacidad de formar relaciones y anexos está intacta (por ejemplo, el cableado está presente) pero traumatizada (el programa está programado para desconfiar y temer las relaciones)” (De Bellis y Zisk 2014).
Citan Patró y Limiñana (2005 p.12) a Straus y Gelles (1986), para explicar las características más relevantes de la violencia familiar:
La alta intensidad de la relación, determinada por la gran cantidad de tiempo compartido entre sus miembros, el alto grado de confianza entre ellos, el derecho a influir sobre los demás y el elevado conocimiento mutuo que se deriva de la convivencia diaria.
La propia composición familiar integrada por personas de diferente sexo y edad, lo que implica la asunción de diferentes roles a desempeñar, y que se traduce en unas marcadas diferencias de motivaciones, intereses y actividades entre sus miembros.
El alto nivel de estrés al cual está expuesta la familia como grupo, debiendo hacer frente a distintos cambios a lo largo del ciclo vital y a exigencias de tipo económico, social laboral o asistencial.
El carácter privado que posee todo aquello que ocurre en el interior de una familia y que, tradicionalmente, la ha hecho situarse fuera del control social.
La violencia familiar tiene múltiples causas (APA, 1999) y distintos modelos teóricos que la explican. (aprendizaje social de Bandura, del estrés, feminista, de costes y beneficios), etc. A nivel psicológico, (p. ej.) el ciclo de la violencia de Walker, el modelo de violencia en el hogar de Etxeburúa y Fernández-Montalvo, y el Modelo interactivo de violencia doméstica de Stith y Rosen. Desde los modelos biológicos, (p ej. Huertas, López-Ibor y Crespo, 2005), asocian factores etiológicos, genéticos, neuroquímicos (serotonina), hormonales (testosterona) y déficit en estructuras cerebrales (corteza prefrontal, amígdala, hipocampo, etc.).
UNICEF en 2007 estimó que al menos 275 millones de niños en el mundo son víctimas de violencia en sus hogares, su informe de 2010 sobre prácticas de disciplina violenta, mediante encuestas realizadas en 33 países, dio como resultado el uso generalizado de la violencia disfrazada de disciplina, el promedio era que tres de cada cuatro niños, entre los 2 y los 14 años, están sujetos a un tipo de disciplina violenta en el hogar, siendo la agresión psicológica la más común.
Este tipo agresivo / violento de disciplina es un factor que compromete el desarrollo integral del niño, basado en la manipulación de figuras parentales para el control de conductas infantiles, sin permitir al niño poder entender las consecuencias de sus actos, por temor a la pérdida del apoyo parental. Al respecto, Pérez (2016), “los niños expuestos son las víctimas silenciosas o invisibles de la violencia doméstica, a veces no tienen conocimiento directo, escuchan conversaciones o les cuentan sobre la agresión”.
Los niños que viven cualquier violencia, sea única o permanente, tienen más probabilidades de mostrar resultados negativos que se transmiten a la vida adulta, con problemas continuos de desregulación emocional, autoconcepto, habilidades sociales y motivación académica, incluyendo comportamiento agresivo y dificultades entre compañeros (Eisenberg et al. 2009); (Hill et al., 2006).
Numerosos estudios, (Bettel et al., 2016); (Deater-Deckart 2012); (Liew J, et al. 2009); Margolin, et al., (2010); Mrug y Windle (2010), informan de problemas conductuales y emocionales en niños testigos de violencia doméstica, los estudios afirman que los menores expuestos a este tipo de violencia tienen mayor probabilidad de presentar problemas internos o emocionales (ansiedad, depresión y somatizaciones), y externos o problemas de conducta (conducta no normativa y agresión). (Lamers- Winkelman 2012; Alcántara et al., 2013).
La OMS en 2005 mencionaba que la violencia ejercida contra la mujer tiene mayores repercusiones que el daño causado a la víctima, tiene un efecto traumático para los que la presencian, en particular los menores. Holden en 1991 cita el término “exposición a la violencia doméstica”, por primera vez, y en 2003, define estas categorías:
“Los niños pequeños son muy sensibles a las emociones de otras personas, particularmente las de los miembros de su familia, en consecuencia, presenciar escenas de violencia verbal o física, y hostilidad o conflictos permanentes no resueltos, tiene efectos negativos directos con consecuencias duraderas (Alcántara et al, 2013)”.
La exposición temprana tiene mayor complicación adaptativa en el desarrollo, ya que todavía el niño no ha podido desarrollar la capacidad de establecer límites y regular adecuadamente sus emociones, y además en esos momentos necesita de una fuerte identificación con sus figuras parentales. (Hughes, 1988); (Stagg, Wills y Howell 1989), hay autores que encuentran relación sólo con problemas internos, y otros autores sólo con problemas externalizantes.
En la violencia doméstica intervienen múltiples factores; la edad del niño en el momento del maltrato y su etapa de desarrollo, la relación con el perpetrador, la gravedad y duración de cada suceso, las reacciones familiares y sociales, así como los posibles efectos de las experiencias traumáticas en el desarrollo de los sistemas biológicos y capacidades psicológicas.
Los niños que son testigos, y víctimas, tienen una pérdida mucho más perturbadora, ya que surge la desconfianza, quedando afectada la seguridad hacia las personas que conforman su nicho ecológico. Sobre todo, porque el agresor es la figura parental de referencia para el niño en cuanto a la autoridad y al sistema de valores, esto conlleva la destrucción de todas sus bases de seguridad.
urge la indefensión, y el miedo a “la posibilidad de que la experiencia traumática pueda repetirse, el problema es que, en el caso de la violencia familiar, la probabilidad de que esta experiencia temida se repita, de forma intermitente ya lo largo de muchos años, es alta en función de las propias características familiares. (Patró, y Limiñana, 2005)”. En independencia de los efectos sintomatológicos asociados al maltrato, queda afectado el factor de vulnerabilidad para las posteriores etapas del desarrollo y el ajuste psicológico a las mismas.
Violencia doméstica y etapas del desarrollo infanto-juvenil.
Dado que la capacidad de afrontar las experiencias va variando según las diferentes etapas del desarrollo, y que la percepción de violencia doméstica también puede ir variando, los efectos de la exposición se manifiestan de diferente manera en niños de distintas edades, los hallazgos disponibles proporcionan indicios de que los niños más pequeños pueden verse más afectados por la exposición a la violencia doméstica. Sternberg, et al., 2006 mencionan que los niños pueden experimentar una disminución de los síntomas a medida que maduran.
A.- Prenatal hasta la infancia (0-2 años)
Graham-Bermann y Perkins (2010), en una muestra de 190 niños de 6 a 12 años expuestos a la violencia de pareja, (relación abusiva de 10 años), encontraron que estos niños expuestos a eventos traumáticos al principio de sus vidas tenían problemas de adaptación, aunque no definieron si es la edad de la primera exposición, o la cantidad de violencia presenciada lo que tiene el mayor impacto en el desajuste. En su muestra la mayoría de los niños fueron expuestos por primera vez a la violencia familiar cuando eran bebés (64%), en estos casos la duración de la exposición coloca a los niños en riesgo desde el período prenatal hasta la infancia y la niñez, por tanto, las consecuencias adversas asociadas con la exposición temprana a la violencia doméstica preparan el terreno para dificultades continuas durante la infancia y la niñez.
Esta exposición a la violencia temprana afecta a la salud general (física y mental) de la madre, provocando estrés, ansiedad y angustia durante el embarazo, lo que afecta al desarrollo de patrones de apego saludables. Levendosky et al., (2013) afirman que estos riesgos tempranos y graves para el desarrollo fetal no desaparecen necesariamente después del nacimiento, ya que la continuidad de la violencia interfiere en las relaciones de apego de los bebés y niños pequeños con su madre, interrumpen los anexos seguros y originan comportamientos desadaptativos y conductas de externalización. Al respecto mencionan DeJonghe et al., (2011) que los niños que habían presenciado violencia tenían 2.72 y 3.48 veces más probabilidades de síntomas de externalización, por encima del límite clínico, (a los 2 y 3 años).
Hay abundante literatura que relaciona la violencia de pareja durante el embarazo con mayor riesgo de parto prematuro y riesgo de muerte fetal, aborto espontáneo y mortalidad materna. Howell el al 2016, “encontraron que casi el 10% de los niños de 1 a 2 años tenían al menos un problema de salud física, siendo más comunes informes de enfermedades frecuentes (45,3%)”.
B.- Preescolar (de 3 a 6 años)
Wolfe et al., en 2003 mencionan que existen pocos estudios empíricos con un control adecuado de variables, y una base teórica sólida, para los autores es necesaria más investigación longitudinal para establecer patrones. No obstante, Howell et al., (2016), en su revisión literaria, sobre resultados asociados con la exposición a violencia doméstica en las diferentes etapas de desarrollo, subrayan que los niños en edad preescolar tienen una de las tasas más altas de exposición de cualquier grupo de edad.
En este periodo los niños necesitan una vinculación afectiva que les otorgue confianza y seguridad, y un adecuado modelado para la regulación emocional. Cuando ocurre violencia doméstica surgen dificultades en la autorregulación pudiendo aparecer conductas agresivas hacia hermanos, padres, figuras de autoridad, y con los iguales. (Minze et al., 2010; Burnette 2013). Eisenberg et al. vienen desarrollando al respecto un amplio trabajo en las últimas décadas.
Cuando el vínculo de apego del niño con su cuidador es seguro, las relaciones sociales toman un cariz de normalidad, necesario para compartir adecuadamente con sus iguales. Sin embargo, para los niños expuestos a violencia con un tipo inseguro o desorganizado de apego, la calidad social puede verse reducida, lo que afecta el grado en que pueden desarrollar relaciones saludables con compañeros y otras personas fuera del hogar. La exposición a violencia doméstica puede afectar a la salud del niño. Boynton-Jarrett et al. 2010, encontraron, problemas gastrointestinales, y específicamente asma, relacionados con mayor riesgo de desajuste en los niños en edad preescolar que presenciaron violencia.
Los menores que sufren violencia son particularmente vulnerables, ya que los actos son ejercidos con el abuso de la confianza que se establece en el ámbito afectivo-familiar, amparados en la intimidad que proporcionan estos vínculos, y pueden permanecer constantes por la desigualdad de poder que se da en su organización. Menciona Martínez (2015) que estos actos de violencia o maltrato generalmente permanecen ocultos o pasan desapercibidos”.
C.- En edad escolar (6-12 años)
Período de cambio importante ya que adentrarse en el sistema escolar provoca influencias de vinculación más allá de la familia. Los grupos sociales y los pares juegan un importante papel en el desarrollo del autoconcepto, autoestima y sentido de sí mismo de los niños. En consecuencia, los jóvenes que sufren violencia doméstica, mayormente desadaptados, y con frágil vinculación, tienen dificultades para desarrollar y mantener amistades, y una mayor probabilidad de desarrollar relaciones desadaptativas, siendo en términos generales más solitarios que sus compañeros no expuestos. (McCloskey y Stuewig 2001), todo ello puede incluir intimidación y victimización, mantenida incluso tras el control del abuso infantil.
La investigación de Graham-Bermann y Perkins (2010) sobre creencias estereotipadas en niños en edad escolar indicó que presenciar la violencia parental se asociaba con concepciones más rígidas de los roles de género y una mayor aceptabilidad de la violencia, los cuales tienen implicaciones para el estilo interactivo y la capacidad de los niños relacionarse con pares.
Howell, et al., 2016 encontraron que más del 58% de los niños en edad escolar, expuestos a violencia, tenían dificultades psicológicas, más probabilidades de experimentar cambios de humor, tener miedo y resistirse a interactuar con los demás. Los resultados también muestran problemas de salud, relacionados con problemática alimentaria, problemas del sueño, sufrimiento y dolor, asimismo, casi la mitad (47.2%) de esos niños tenían un problema específico de aprendizaje. Peek-Asa et al. 2007, determinan que estos problemas académicos es probable que se prolonguen a través de los años e impidan el éxito académico futuro. De Prince 2009, relacionan las dificultades emocionales y conductuales de estos niños con un peor rendimiento en el funcionamiento ejecutivo, (memoria de trabajo, inhibición, atención auditiva y velocidad de procesamiento), lo que refleja dificultades con la planificación, organización y finalización de tareas. Todos estos resultados sugieren que presenciar violencia doméstica en este ciclo evolutivo supone una carga de salud fisiológica y física.
D.- Adolescencia (13-18 años)
Menciona Díaz-Aguado (2015) que en la adolescencia la violencia de género va más allá de los límites de la propia familia y se asocia con un mayor riesgo de experimentar otras formas de violencia, tanto indirecta como directamente. En su estudio del 2013, Temple et al., encontraron que los adolescentes desarrollados en familias violentas tenían más posibilidades de adoptar actitudes de violencia, como un medio de resolución de conflictos. Sus hallazgos respaldan la afirmación de que la exposición a violencia familiar se asocia con la perpetración de violencia física y mayor agresividad con los compañeros con parejas, y con los padres, estando el abuso psicológico altamente correlacionado con la violencia tanto para chicos como para chicas, es decir, niveles más altos de victimización entre iguales en adolescentes.
Diferentes estudios, Levendosky, et al., 2013; Wekerle y Wolfe 1999, también encuentran que “la exposición a la violencia familiar es el mejor predictor para el comportamiento abusivo de los adolescentes chicos, así como para la victimización de adolescentes (de ambos sexos) en sus relaciones íntimas.” En definitiva, los adolescentes expuestos a violencia doméstica pueden presentar síntomas de internalización y externalización.
Los adolescentes relacionados con violencia parental se encuentran inmersos habitualmente en familias disfuncionales (elevado conflicto, baja cohesión familiar y violencia paternal), que pueden corresponder con una estructura familiar complicada, (familias monoparentales o reconstituidas, madres solteras, y homosexuales, o padres muy mayores o demasiado jóvenes, y, cada vez más familias adoptivas y desestructuradas.
Contreras y Cano (2014); Ibabe (2015); Pereira y Bertino (2010), recalcan que no es extraño que muchos adolescentes que presentan conductas violentas en el ámbito familiar, en otros contextos presenten conductas sobre adaptadas. Dos aspectos fundamentales, si el menor que utiliza la agresión como respuesta “pone en práctica una violencia proactiva o reactiva”. Como afirma Calvete en 2013, en numerosas ocasiones el ataque no nace solo como reacción a la disciplina paterna, sino también como una lucha por el poder. Graham-Bermann y Perkins (2010) también inciden en que, aunque la psicopatología es frecuente en niños expuestos a violencia doméstica, hay pocos estudios longitudinales y demasiada variabilidad en los resultados para hacer afirmaciones concluyentes con respecto a las trayectorias de riesgo relacionadas con la edad.
Asimismo, el funcionamiento fisiológico también está poco estudiado, existiendo informaciones divergentes y contradictorias sobre como la violencia doméstica afecta el funcionamiento metabólico. Por resumir con brevedad se puede citar que las consecuencias psicológicas de la exposición a la violencia doméstica corresponden en los niños/jóvenes con una mayor cantidad de conductas agresivas y antisociales (conductas externalizantes) y más conductas de inhibición y miedo (conductas internalizadas). Que de la misma forma estos niños también pueden presentar menor competencia social y un menor rendimiento académico, y por supuesto, una mayor ansiedad, depresión y síntomas traumáticos, toda esta conjunción psicológica trae consecuencias en todo el entramado sistémico, (cerebral, metabólico y neural).
Comorbilidad con otros tipos de maltrato
“En las situaciones de exposición a la violencia, suele existir frecuentemente concurrencia de otros tipos de violencia, y de otros factores de riesgo familiares asociados, que actúan como factores estresantes y que pueden tener un efecto acumulativo a largo plazo”. (Martínez 2015). Tienen más consecuencias psíquicas que los episodios de un mismo tipo repetidos en el tiempo, (Finkelhor 2011); (Edleson y Nissley, 2011); (Hamby, 2012), lo que es conocido como “adversidad acumulada”.
También Hodges et al., 2013 mencionan que esta acumulación de situaciones de adversidad origina problemas de salud mental en la infancia, y adolescencia, y puede llegar a la etapa adulta con más claridad que los menores expuestos a una sola experiencia traumática. Es la poli victimización, múltiples formas de violencia, que pueden tener efectos acumulativos o combinados. El trabajo de Finkelhor en 2007 utiliza una muestra longitudinal para demostrar cuán importante es la exposición a múltiples formas de victimización para explicar los aumentos en el comportamiento sintomático de los niños. Lagdon 2014 sugiere que la violencia doméstica puede tener un mayor efecto adverso sobre la salud mental que otros eventos traumáticos, la conclusión de los autores es que la violencia doméstica es una experiencia multidimensional, con mayor impacto en la salud mental de las víctimas ya que se mantiene como una relación de abuso.
“Es previsible que sentimientos internos como la duda y el miedo pueden hacer que las personas permanezcan dentro de una relación abusiva. Como resultado, ocurre una pérdida de identidad y control que puede llevar a sentimientos de desesperanza, y a una incapacidad para abandonar la relación abusiva” (Sackett y Saunders 1999).
Violencia de género y violencia infantil
La etiología, la prevención y el tratamiento de la violencia de género ha sido continuamente examinada en las últimas décadas. Mencionan Black, Sussman, y Unger en 2010 que esto probablemente se deba a su amplio alcance, naturaleza cerrada y su impacto dañino en la unidad familiar y el sistema social.
No es el caso de este trabajo la violencia de género, no obstante, se aporta la definición del OMS (2016); “todo acto de violencia de género que resulta, o puede tener como resultado un daño físico, sexual o psicológico para la mujer, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, tanto si se produce en la vida pública como en la privada”. En España queda definida en Ley Orgánica 1/2004, como “aquella violencia que se ejerce sobre las mujeres por parte de quienes sean o hayan sido sus cónyuges o de quienes estén o hayan estado ligados a ellas por relaciones similares de afectividad, aun sin convivencia”.
La literatura ha venido exponiendo las implicaciones de la violencia de género en la paternidad materna, ya que puede afectar negativamente el funcionamiento psicológico de la víctima, generando estrés, ansiedad, angustia y depresión. Su efecto traumático necesariamente influye en el comportamiento de ambos padres y en la capacidad de responder adecuadamente a las necesidades del niño con ternura y afecto, y de establecer una adecuada vinculación de apego, puede, asimismo, influir en un aumento de ira y hostilidad y en un desajuste en la autorregulación emocional, (afecto desregulado de las madres). Esta experiencia de normalización de la violencia puede repetirse en la relación madre-hijo, ya que los niños son muy vulnerables a las respuestas y al afecto materno, y cuando ella es víctima de violencia, pueden desarrollar comportamientos similares.
La violencia doméstica coloca a la madre en un ambiente hostil, estresante y debilitante, que afecta su relación con los hijos y como resultado de ella pueden aumentar los riesgos de utilizar métodos disciplinarios inadecuados, como el castigo corporal. Al respecto, hay estudios que indican que la violencia doméstica aumenta los riesgos de castigo físico y abuso infantil de la madre hacia el hijo, (castigo físico, negligencia, agresión psicológica y violencia sexual). (Kelleher et al. 2007). La victimización por violencia doméstica se asocia con conductas disciplinarias más agresivas auto informadas por las cuidadoras.
Hamberger, Lohr, Bonge, y Tolin (1997) presentan las razones dadas por ambos sexos para usar la agresión contra una pareja, incluyen; incapacidad de expresión, liberación de ira y tensión, el poder, el control, para demostrar amor y para llamar la atención. El estudio de Hamberger, et. al, evalúa las diferencias de género para el uso de la violencia. Los hallazgos muestran diferencias en el motivador de violencia declarado por perpetradores masculinos y femeninos.
El sexo femenino era más propenso a denunciar el uso de la violencia para defenderse o escaparse del ataque físico directo, o tomar represalias por el abuso físico y emocional previo. Por el contrario, el sexo masculino informó sobre motivadores de violencia relacionado con la dominación y el control, (control físico, castigo por comportamientos no deseados e imposición de control emocional coercitivo).
Hay una evidente relación entre el maltrato contra la mujer y el abuso infantil (Cunningham y Baker, 2004; Guille, 2004). “Convivir con el maltrato materno es una forma de abuso emocional y/o físico, ya que conlleva implicaciones negativas en la salud del niño”. La violencia doméstica aparece como un factor de riesgo importante para sufrir maltrato físico y sexual en la infancia (Holt, Buckley y Whelan 2008)”.
Los datos de la encuesta española del Instituto de la Mujer (2011) revelan que el 53% de las mujeres que habían sufrido maltrato afirmaron que sus hijos también habían sido víctimas directas del maltrato. “Extrapolando los datos, se estima que 517.000 menores (6,2% de los niños residentes en España) habrían sufrido directamente violencia en situaciones de violencia doméstica de su madre en ese último año. (Pérez, 2016)”. El Ministerio de Sanidad en 2015, elaboró un informe sobre una muestra de más de 10.000 mujeres mayores de 16 años, donde las tasas de prevalencia indicaban que un 64 % de menores presenciaron o escucharon situaciones de violencia de la pareja o expareja hacia la mujer.
Langdon et al. (2014) mencionan que las mujeres que experimentan violencia en la pareja pueden tener un mayor riesgo de resultados negativos en la salud mental y física si tienen un historial de violencia infantil. La Flair et al., 2012 encontraron que “las mujeres víctimas de violencia doméstica que también tenían antecedentes de traumas en la infancia mostraban depresión estable en el tiempo, incluso después de haber terminado la relación”. Por lo tanto, la acumulación de exposiciones violentas puede tener efectos duraderos más allá de la experiencia presente.
Para Kelleher et al., (2007) los niños experimentan un riesgo sustancialmente mayor de maltrato cuando el abuso psicológico de la pareja está presente en los hogares, en su muestra, la victimización por violencia doméstica se asocia con conductas disciplinarias más agresivas y negligentes. El estrés proveniente de la violencia doméstica afecta a las prácticas educativas de la madre (Levendosky, et al., 2013; Graham-Bermann y Perkins, 2010) pudiendo ésta llegar a ser violenta.
Para los hijos, las prácticas disciplinarias coercitivas potencian consecuencias negativas, además del riesgo de re experimentar la violencia como agresor, o como víctima en las relaciones futuras. La mujer víctima de violencia puede tener una baja autoestima y sentimientos de impotencia y culpa, que influyen y determinan su capacidad materna y la seguridad en la vinculación con sus hijos (Levendosky, Huth-Bocks, Shapiro y Semel 2003).
Neurociencias- Neurodesarrollo y violencia doméstica
Desde las neurociencias en todo tipo de violencia doméstica (parental, con el hijo, familiar, de género o filio parental), consta la evidencia de que la exposición temprana a violencia, o a repetidos patrones de maltrato, o anormales de estrés en periodos del desarrollo cerebral infantil, puede tener impacto en su arquitectura y poner en peligro, tal vez de forma permanente, la actividad de los principales sistemas neuro reguladores, provocando cambios neuro estructurales. (De Bellis y Kuchibhatla 2006); (Teicher, Samson, y Polcari 2006); (Pechtel et al., 2014)
En lo referente al neurodesarrollo, autores informan de consecuencias a corto plazo a nivel cognitivo, emocional y conductual en niños y adolescentes (Holt, et al., 2008); (Kuhlman et al., 2012; Levendosky et al. 2013; Wathen y MacMillan 2013). Las áreas de aprendizaje, memoria y concentración pueden estar afectadas en relación con la violencia doméstica, gran cantidad de estudios han documentado las consecuencias adversas de la exposición temprana al estrés extremo en el desarrollo neurocognitivo de los niños, “incluyendo deficiencia intelectual, deficiencias verbales y un rendimiento escolar deficiente”.
De Bellis y Kuchibhatla (2006) indican que el déficit intelectual puede ser una de las consecuencias de abuso infantil, “referencian a Pérez y Widom, que en 1994 hallaron en un amplio estudio a largo plazo, un menor CI y una menor capacidad de lectura a consecuencia de este tipo de violencia”. Al respecto, Keenan (2009) estudia la relación entre exposición a violencia doméstica y la capacidad cognitiva medida por el coeficiente intelectual, para evaluar los posibles efectos, los resultados del estudio indicaron que había un retraso significativo en el desarrollo intelectual del niño, en concreto, los niños expuestos a altos niveles de violencia doméstica obtuvieron puntajes de CI ocho puntos más bajos que los niños que no estaban expuestos. Así, “estos autores revelaron que la violencia doméstica está vinculada con la supresión del coeficiente intelectual infantil”.
En un estudio de imagen cerebral, el CI estaba positivamente correlacionado con el volumen intracraneal y negativamente correlacionado con la duración del maltrato (De Bellis, Keshavan y Clark 1999). Específicamente, el CI verbal, el CI de desempeño y el CI de escala completa se correlacionaron negativamente con duración y frecuencia de la exposición. El menor CI en los niños maltratados en relación con los controles sanos es un hallazgo consistente en la literatura. “En muchos de estos estudios se encontró que el CI estaba relacionado con la gravedad del maltrato” (Carrey et al. 1995, De Bellis et al. 2006; De Bellis et al. 2009).
En un estudio actual los adultos que fueron maltratados como niños, generalmente no informan de diferencias de CI con respecto a los controles (Petkus Lenze et al., 2018), lo que puede sugerir que si el CI se asocia con violencia doméstica puede normalizarse con la edad. No obstante, y pese a los datos señalados hay información contradictoria entre violencia parental y la capacidad cognitiva medida por el coeficiente intelectual. Los efectos negativos sobre el rendimiento cognitivo traen riesgo para futuros problemas de adaptación y relacionales (ejemplo, Wathen y MacMillan, 2013; Warner y Swisher 2014).
En general, esta revisión ha encontrado que los estudios dimensionales que utilizan CBCL (Achenbach y Rescorla, 2001), reflejan que los niños expuestos a violencia doméstica están sujetos a comportamientos más agresivos y antisociales, así como a otros comportamientos temerosos e inhibidos, con menor competencia social y rendimiento académico más bajo.
Violencia doméstica. Melchor Alzueta S. Pamplona 2018