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El camino a Eleusis - La solución del misterio - Wason, Rucky y Hofman

El Camino a Eleusis.
Wasson / Ruck y Hoffman.
La Solución Del Misterio.

Cuenta una historia que hubo una vez un joven ateniense que quedó prendado de la belleza de una cortesana, en una de las mancebías de Corinto. Sus intentos por retribuir de alguna manera especial los favores de la muchacha eran continuamente frustrados por la encargada del burdel, que insistía en confiscar todos los obsequios personales.
Con el propósito de dar a su favorita algo que fuese solo de ella, el joven tuvo la idea de ofrecerle un beneficio inmaterial y por lo tanto inalienable: cubriría los gastos de su ingreso a la comunidad sagrada de quienes habían presenciado la ceremonia religiosa secreta que se celebraba en ELEUSIS.
La asistencia a dicha ceremonia solía considerarse como la experiencia culminante de toda una vida. Así pues, se permitió a la muchacha que fuera a Atenas en compañía de la encargada y de otra ramera más joven del mismo lupanar. El enamorado las aposentó con un amigo mientras ellas se preparaban con los ritos preliminares.
La serie completa requería más de medio año de residencia en Atenas. Finalmente, entre la muchedumbre de miles de personas que cada otoño emprendían la peregrinación por primera y única vez, también ellas recorrieron la VÌA SACRA y cruzaron el estrecho puente que todavía puede verse, aunque ahora sumergido en las aguas salobres de la ciénaga que en otro tiempo separaba a Atenas del territorio de la vecina ciudad de Eleusis, distante unos veinte kilómetros; una región sagrada por su afinidad especial con el reino de los muertos, que según se creía aseguraba la fertilidad de la llanura adyacente, cultivada con gramíneas.
La procesión pasaba simbólicamente LA FRONTERA ENTRE LOS DOS MUNDOS: un viaje trascendental caracterizado por su dificultad, pues el puente había sido construido intencionalmente demasiado angosto para el tráfico de vehículos, y más adelante, en el momento de llegar a la ciudad misma, era tradicional que los peregrinos fueran obscenamente insultados por hombres que llevaban máscaras y que se alineaban a los lados del puente que salvaba el último lindero de agua.
Cada año nuevos candidatos a la iniciación recorrían esta Vía Sacra; gente de todas clases: emperadores y prostitutas, esclavos y hombres libres participaban en una celebración anual que hubo de efectuarse durante más de un milenio y medio hasta que, finalmente, en el siglo IV de nuestra era, la religión pagana sucumbió bajo la persecución y la rivalidad de una secta nueva: los recientemente legitimados cristianos.
El único requisito, además del conocimiento de la lengua griega, era pagar el cerdo para el sacrificio y el estipendio de los diversos sacerdotes y guías, algo más que los haberes de un mes, más los gastos de la estancia en Atenas. Cada paso en esta vía evocaba algún aspecto de un antiguo mito que contaba como la madre tierra, la Diosa DEMÉTER, había perdido a su hija única, la doncella Core, o Perséfone, raptada por Hades, el señor de la muerte, cuando ella recogía flores.
Los peregrinos invocaban a “Iaccos” mientras caminaban. Se creía que era él quien los conducía en su camino: merced a su ayuda podrían devolver a la reina Perséfone al mundo de los vivos.
Cuando finalmente llegaban a Eleusis danzaban hasta bien entrada la noche junto al pozo donde originalmente la madre había llorado a su desaparecida Perséfone. Mientras bailaban en honor de las dos Diosas y de su misterioso consorte DIONISOS, el dios de los embriagantes, parecía que las estrellas y la Luna y las hijas del Océano se sumaban a su exaltación. En seguida cruzaban las puertas de las murallas de la fortaleza allende las cuales, protegido de toda mirada profana, se celebraba el gran “misterio de Eleusis”.
Se le llamaba misterio porque nadie, bajo pena de muerte, podía revelar lo que sucedía en el santuario. Mis colegas y yo, a partir de indicios obtenidos en numerosas fuentes, hemos osado penetrar más allá de la puerta prohibida.
Los escritores antiguos señalaban unánimemente que dentro del templo, en el gran telesterion, o sala de iniciación, algo se veía. Decir eso no estaba prohibido. La experiencia consistía en una visión por medio de la cual el peregrino se convertía en alguien que había visto, un epoptes.
La sala, sin embargo, según podemos reconstruirla a partir de los vestigios arqueológicos, era totalmente inapropiada para las representaciones dramáticas; y las inscripciones de los libros de cuentas del santuario, que se conservan, no requerían ningún gasto por actores o escenografía.
Lo que se presenciaba no era una escenificación con actores, sino PHASMATA: apariciones fantasmales, en particular el espíritu de la propia Perséfone, retornada de entre los muertos con su hijo recién nacido, engendrado en el mundo de los desaparecidos.
Los griegos eran conocedores en asuntos de teatro, y es muy improbable que pudieran haber sido engañados por alguna clase de truco escénico, sobre todo porque gente tan inteligente como el poeta Píndaro o el trágico Sófocles testimonió en favor de la importancia abrumadora de lo que era visto en Eleusis.
Había además síntomas físicos que, acompañaban la visión: miedo y un temblor de las extremidades, vértigo, náusea y sudor frio. Después de eso sobrevenía la visión, una imagen que surgía en medio de una aureola de luz brillante que de pronto parpadeaba en la cámara oscura. Nunca los ojos habían visto antes algo parecido, y a un lado de la prohibición formal de hablar acerca de lo que había ocurrido, la experiencia misma era incomunicable, pues no había palabras apropiadas para hacerlo.
Incluso un poeta pudo apenas decir que había visto el principio y el fin de la vida y conocido que eran uno mismo, algo otorgado por los Dioses. La división entre la tierra y el cielo se fundía en una columna de luz.
Las anteriores son reacciones sintomáticas no a un drama o a una ceremonia, sino a una visión mística; y puesto que la visión podía ser ofrecida a millares de iniciados cada año, según un calendario preestablecido, parece obvio que debe haberla inducido algún enteógeno.
Dos observaciones más nos confirman en esta conclusión. Según sabemos, antes de la experiencia visual se bebía una poción particular; además en la época clásica hubo un sonado escándalo, cuando se descubrió que un buen número de aristócratas atenienses habían comenzado a celebrar los misterios en casa, con grupos de invitados en estado de embriaguez, durante la cena.
Con el propósito de identificar la droga de Eleusis debemos primero descubrir el tipo de significación que recubren los misterios. El mito sagrado que narra los acontecimientos concernientes a la fundación de los misterios aparece recogido en el llamado himno Homérico a Deméter, un poema anónimo que data del siglo VII a.c., esto es, siete centurias posterior a la fecha probable de la primera celebración de la ceremonia. Esta obra nos cuenta como la Diosa Perséfone fue raptada y llevada al reino de los muertos por su futuro esposo HÁDES, mientras cortaba un narkissos singular de cien cabezas, cuando recogía flores en compañía de las hijas de Océano, en un lugar llamado NISA.
Todas las palabras griegas que terminan en issos provienen del lenguaje hablado por las culturas agrícolas que habitaban en el territorio de Grecia antes de la llegada de los pobladores griegos indoeuropeos. Los propios griegos creían, sin embargo, que el narkissos llevaba este nombre por causa de sus propiedades narcóticas, obviamente porque tal era el simbolismo esencial de la flor de Perséfone.
El rapto marital, o sea el secuestro de doncellas mientras recogen flores, es además, un tema frecuente de los mitos griegos, y Platón anota una versión racionalizada de tales historias en que la compañera de la muchacha secuestrada recibe el nombre de Pharmaceia o, según el significado de la palabra, el “uso de las drogas”. El mito específico que Platón estraccionalizando se ocupa de trazar el origen del sacerdocio en Eleusis. No cabe duda de que el rapto de Perséfone fue provocado por drogas.
Este hecho jamás ha sido advertido por los estudiosos de la Antigüedad Clásica, no obstante que era absolutamente esperable por lo que sabemos sobre la religión de los pueblos agrícolas que precedieron a los griegos.
Tales creencias y prácticas giraban en torno al papel procreativo femenino, así como a la muerte y el renacimiento cíclicos tanto de la plantas como de la humanidad. “Perséfone era la gran Madre y el mundo entero era su hijo”. El acontecimiento esencial en dicha religión era la Unión Sagrada: periódicamente las sacerdotisas entraban en comunión con el reino de los espíritus, dentro de la tierra, con el objeto de renovar el año agrícola y la vida civilizada que crecía en la superficie. Su consorte era un espíritu de la vegetación, al mismo tiempo el hijo que crecía de la tierra y el cónyuge que la raptaba y la llevaba al ultramundo fecundador, donde la poseía después de morir.
Cuando ciertos indoeuropeos nómadas se asentaron en el territorio griego, su Dios Padre inmortal, Dios del Cielo, que era ZEUS, quedó asimilado al esquema del consorte vegetativo de la Gran Madre, que parece y renace. Existen indicios de dicha asimilación en las tradiciones de Zeus que lo hacen nacer y morir en Creta Además, los vestigios arqueológicos del periodo micénico – minoano de la cultura griega describen con frecuencia experiencias visionarias ocurridas a mujeres ocupadas en ritos en que se utilizaban flores.
Las sacerdotisas o las diosas mismas aparecen como ídolos decorados con motivos vegetales, acompañadas por su consorte serpiente o coronadas con una diadema de cápsulas de opio. Por otra parte, los mitos que narran la fundación de las diversas ciudadelas micénicas describen, como podíamos esperarlo, variaciones recurrentes sobre la hierogamia entre el fundador inmigrante y la mujer autóctona en situaciones estáticas.
Entre las más interesantes de estas tradiciones se cuentan las de la propia Mikenai (Micenas), de la que se decía que había sido fundada cuando la mujer del lugar perdió la cabeza por el varón de la nueva dinastía, que había arrancado un hongo.
La etimología de Mikenai, reconocida en la Antigüedad pero repetidamente rechazada por los estudiosos modernos, se deriva correctamente de MYKENE, la desposada del “mykes, o sea el hongo”. Las manifestaciones fúngicas del consorte vegetativo en la Unión Sagrada pueden descubrirse también en el simbolismo de los Padres fundadores en otros sitios micénicos, tal vez porque esa oleada de inmigrantes en particular trajo consigo el conocimiento del hongo silvestre e indomeñable, conforme descendió hacia el mediodía por tierras griegas.
Durante la época clásica en Athenas, la antigua hierogamia se celebra aún cada año, en el mes de febrero, la esposa del primer magistrado y sumo sacerdote debe unirse con el dios Dionisos.
Fue bajo la forma de Dionisos como el Zeus que había sido asimilado cual consorte de la Diosa Madre sobrevivió durante la época clásica. Su nombre lo identifica como el Zeus de Nisa, ya que Dios es una forma de la palabra Zeus. Nisa no era solamente, como lo hemos visto, el lugar donde Perséfone fue raptada, sino también el nombre para cualquier lugar donde se celebrara ese mismo encuentro nupcial relacionado con la pasión del nacimiento y la muerte de Dionisos. Cuando el Dios poseía a sus devotas, las ménades o bacantes, era sinónimo de Hades, el señor de la Muerte, desposado con la diosa Perséfone.
Al igual que Perséfone, las ménades recogían flores, sabemos esto porque su emblema era el “thyrsos” (tirso), una larga caña rematada con hojas de hiedra. Tales cañas huecas solían ser utilizadas por los recolectores de hierbas a modo de receptáculos para sus hallazgos, y la hiedra que rellenaba los tirsos de las ménades estaba consagrada a Dionisos y se la consideraba una planta enteogénica.
Dionisos, sin embargo, podía poseer a sus extáticas seguidoras por la virtud de tres plantas también, ya que él era el consorte vegetativo que residía en toda clase de embriagantes, al parecer inclusive en algunos hongos. Por analogía con el emblema de las ménades, el estirpe también era llamado el “thyrsos”, y el sombrerete del hongo ocupaba el lugar de las hierbas enteogénicas.
El propio Dionisos había nacido prematuramente en el místico séptimo mes, durante una nevada invernal, cuando su divino padre dejó caer un relámpago sobre Sémele, su desposada mortal, en Tebas. Del mismo modo se creía que los hongos eran engendrados en cualquier sitio donde un rayo cayera sobre la tierra.
El padre de Dionisos era otro Dionisos, como cabria esperar en una unión sagrada, pues el niño nacido al tiempo de la renovación de tierra es idéntico al consorte ingerido que se reunirá con su madre-esposa en el pavoroso reino inferior donde la vida debe renacer siempre. Así no ha de sorprendernos saber que SÈMELE concibió a Dionisos cuando bebió una poción preparada con el corazón de su propio hijo.
Así también Dionisos, al igual que su padre era llamado el Fulminador, pues pese a la suavidad de su infancia y a su apariencia a veces afeminada, podía repentinamente transfigurarse y adoptar la virulencia de su hombría en pleno, forma bajo la cual era un toro que hendía la tierra, como en su nacimiento, y se anunciaba con un bramido, el “mykema”, palabra que significa la presencia del “mykes” u hongo. Su símbolo era el “phallos” mismo, que merced a una metáfora que es común, también recibía el nombre de “mykes.
Sin embargo, era con la vid y con su jugo fermentado con lo que principalmente se reconocía a Dionisos. En realidad, los hongos mismos eran considerados un fermento de la tierra, un símbolo perfecto del renacer de la vida a partir del frio reino de la putrefacción que era el mohoso trasmundo.
Un proceso similar se percibía en la espumeante agitación por la que los honguillos del jiste convertían los caldos de uva en vino. El dios había encontrado en el vino su mayor bendición para la humanidad, con esa bebida su indomeñable, selvática naturaleza sucumbió a la domesticación. Se decía que el dios mismo había descubierto las propiedades de la planta (que brotó de la sangre de los dioses derramada), al ver como una serpiente bebía sus toxinas de las uvas, pues se creía que las serpientes obtenían el veneno de las plantas que comían, así como recíprocamente se decía que podían comunicar sus toxinas a las plantas que se encontraban en su vecindad.
Dionisos enseñó al hombre la manera de suavizar la violenta naturaleza de su don, diluyéndolo con agua. Y así era como los griegos solían beber sus vinos, mezclándolos con agua.
En la antigüedad el vino, como el de casi todos los pueblos primitivos, no contenía alcohol como sustancia embriagante única, sino que por lo general era una infusión variada de toxinas vegetales en un líquido vinoso. Ungüentos, especias y hierbas con propiedades enteogénicas bien conocidas, podían añadírsele durante la ceremonia de dilución con agua. Una descripción de tal ceremonia aparece en la Odisea de Homero, cuando Helena prepara un vino especial agregando el eufórico “nephentes” al vino que escancia a su esposo y a su invitado. El hecho es que los griegos habían establecido una amplia gama de ingredientes para sus bebidas, cada uno con sus propias virtudes.
Así pues, el vino de Dionisos era el medio esencial por el que los griegos de época clásica continuaron participando del vetusto éxtasi que residían en todas las formas vegetativas que eran el hijo de la Tierra. Cuando se celebraba una reunión social la bebida era regulada por un director, que decidía el grado de embriaguez que impondría a los concurrentes, mientras ellos bebían ceremonialmente una serie preestablecida de brindis. En las ceremonias religiosas el vino solía ser más potente el propósito expreso de las libaciones era provocar una embriaguez más profunda en que la presencia de la deidad pudiera sentirse.
La recolección de las hierbas con que se preparaban las sustancias embriagantes vegetales empleadas en estos ritos dionisíacos exigía procedimientos mágicos. Puesto que se trataba de criaturas silvestres cuyos espíritus eran afines a sus animales guardianes particulares, las plantas eran objeto de una cacería. Y el rapto de éxtasis que podían producir en un ámbito religioso las identificaciones inevitablemente como fuerzas sexuales.
Así las mujeres consagradas al dios Dionisos apropiadamente portaban el tirso como su emblema, mientras recorrían en invierno los collados en busca de aquella planta llamada vid que crecía de repente al golpe del rayo sobre la tierra y entre el bramar de los toros, en medio de sus danzas nocturnas. Ese niño querido, el inmemorial consorte serpiente, era el objeto de su cacería, lo amamantaban y después, como si fuera una animal, lo despedazaban y lo devoraban crudo.
Sus propias madres, como a menudo se proclamaba, eran culpables de canibalismo al comer su carne, pues cual madres habían dado e ser a la droga, cosechándola y preparándola con la ayuda de las nodrizas del dios, bajo cuyo amoroso cuidado crecería hasta convertirse en adulto y con el tiempo llegaría a poseerlas como esposas.
Tales ceremonias representaban las nupcias sagradas de las mujeres de la ciudad, que de ese modo establecían la temerosa alianza con el señor del inframundo, de cuyo reino dependía toda la fertilidad, tanto humana como vegetal, de ese mundo.
El rapto de Perséfone en Nisa era arquetípico de aquellas primeras nupcias entre los dos reinos, la experiencia prístina de la muerte. En el lugar de cacería llamado Agrai, en el mes de Febrero, que era nombrado tiempo de las flores, los aspirantes a la siguiente iniciación en Eleusis experimentaban de alguna manera la muerte de Perséfone a través de la mímesis ritual de aquellas celebraciones dionisíacas. Ese acontecimiento era denominado los misterios menores y se consideraba preparatorio para la visión de los misterios mayores, que habrían de ocurrir durante la sementera de otoño, en el mes de Septiembre.
Los misterios mayores eran complemento de los menores, pues se concentraban en la redención más que en la muerte, en el retorno triunfal de Perséfone del Hades con el hijo concebido durante su estancia en comunión con el reino espiritual. Después de su relato del mortífero encuentro nupcial de Perséfone, el himno Homérico continúa contando cómo Deméter estableció los misterios mayores. En el duelo por su hija desaparecida, la diosa fue a Eleusis. Su viaje allí es una imitación analógica de la entrada de Perséfone en la ciudadela de Hades, pues Eleusis era una imagen del otro mundo, donde también Deméter experimentaría la ominosa fase crónica de su madurez como mujer, no como la reina sacra del señor de la muerte, sino como hechicera y nodriza en la casa del dios, ya que cuando Perséfone avanza mas allá de la doncellez su madre debe dejar el lugar, abandonando su papel anterior y pasando al tercer estadio, cuando el vientre que envejece de una mujer le lleva una vez más a la vecindad con lodos poderes de la muerte.
Estas fases cónicas, u orientadas hacia la tierra, de la naturaleza femenina estaban simbolizadas en la dios Hêcate, cuyo cuerpo triforme expresaba la totalidad de la mujer como doncella, esposa y envejecida nodriza en el reino de Hades.
En Eleusis, al principio Deméter procura mitigar su dolor negando posibilidad del mundo de la muerte en el que ha perdido a su hija. Lo hace alimentando con la inmortalidad al príncipe real. Sin embargo, la madre del príncipe se opone, pues no puede entender o aceptar un sistema que inevitablemente enajenaría al hijo del reino de su propia madre en forma tan irremediable como a Perséfone de Deméter.
Una vez más Deméter intenta una solución; ahora una eternidad de muerte en que ella y su hija permanecerán por siempre en su fase crónica. La diosa desencadena una plaga de esterilidad, de tal manera que ninguna clase de vida puede brotar de la tierra. La solución, empero, no deja ningún papel para ser asumido por las inmortales deidades del cielo, cuyo delicado equilibrio con las fuerzas de la tierra depende de la continua adoración de los mortales, que comparten con ellas los frutos de la vida. La solución final es devolver la salud al universo donde la muerte ahora se ha entrometido, admitiendo también la posibilidad de retornar a la vida. Renacer de la muerte era el secreto de Eleusis.
En el Hades, Perséfone como la tierra misma, toma la semilla de su cuerpo y merced a eso regresa eternamente a su extática madre con su hijo recién nacido, solo para morir también eternamente en el abrazo fecundador de su propio hijo. La señal de la redención era una espiga de cebada, el grano cosechado, que después del misterio sería confiado una vez más a la fría tierra en la siembra de la llanura sagrada adyacente a Eleusis.
Resulta claro que el cornezuelo de cebada es el más probable agente enteogénico de la pócima eleusina. Su relación aparentemente simbiótica con la cebada, representaba un enajenamiento y una trasmutación apropiados del espíritu dionisíaco con el cual el grano, la hija de Deméter, se había perdido en la unión nupcial con la tierra. El cornezuelo y la semilla juntos, además, se encontraban reunidos en una unión bisexual, como hermanos, llevando, ya en el momento de la pérdida de la doncella, la potencialidad de su propio retorno y del nacimiento del hijo faloideo que crecería de su cuerpo. Un hermafroditismo similar puede apreciarse en las tradiciones místicas acerca de la mujer grotescamente fértil cuyos gestos obscenos se
dice que alegraron a Deméter y la consolaron de su dolor, inmediatamente antes de que bebiera la poción.
Esta respuesta a los misterios de Eleusis parece aún más probable a la luz de un fragmento de papiro que me hizo conocer Danny Staples, quien tradujo el himno Homérico a Deméter al inglés para la edición original de esta obra. Dicho fragmento conserva una parte de “Demes”, una comedia que Eupolis escribió poco después del escándalo provocado por la profanación de los misterios en el siglo IV a.c. Este texto confirma que el sacrilegio estuvo relacionado con la ingestión del sagrado “kykeon”, e indica que nuestra identificación de la droga que este líquido contenía es correcta.
En la comedia un testigo informa a un juez cómo sorprendió a un individuo que obviamente había estado bebiendo la pócima ya que tenía pedacitos de cebada en los bigotes. El acusado había cohechado al informante para que dijera que lo que había tomado era una papilla de cereal y no la poción. Mediante un probable retruécano el comediante pudo incluso señalar que las delatoras “migajas de cebada” eran purpurinas pintas de cebada.
Así pues, aventurémonos ahora allende las puertas prohibidas y reconstruyamos la escena en la gran sala de indicación de Eleusis.
El acontecimiento central era la preparación del brebaje.
Con fausto bien estudiado el hierofante, un sacerdote cuya ascendencia se remontaba a la primera representación del misterio, tomaba los ESCLEROCIOS DE CORNEZUELO de la cámara aislada que se alzaba dentro del telesterión, sobre los vestigios del templo original que había estado allí en tiempo micénico. Mientras celebraba el servicio entonaba cánticos antiguos, en falsete, pues su papel en los misterios era asexual, el de un varón que había sacrificado su sexo a la gran diosa. Entregaba el grano en uno cálices a las sacerdotisas y entonces éstas bailaban por la sala balanceando las vasijas y unas lámparas sobre sus cabezas. A continuación, el grano era mezclado con la MENTA y con AGUA en unas urnas, de donde la POCIÒN SAGRADA era finalmente servida con un cucharón en las copas especiales en que los iniciados beberían su parte.
Por último, en reconocimiento de su buena disposición, todos manifestaban con cánticos que habían bebido la pócima y manipulado los objetos secretos que habían llevado consigo, en canastas tapadas, durante la caminata por la Vía Sacra. Después, sentados en las ringleras de peldaños que se alineaban a lo largo de los muros de la cavernosa sala, aguardaban en la oscuridad. Por causa de la poción iban gradualmente entrando en éxtasis.
Debemos recordar que este brebaje, enteògeno, en el lugar y bajo las circunstancias adecuadas, altera el oído interno del hombre y propicia sorprendentes efectos de ventriloquía. Podemos tener la seguridad de que el Hierofante, con una experiencia de generaciones, conocía todos los secretos para hacer favorable el lugar y las circunstancias. Estoy seguro de que había música, tal vez tanto vocal como instrumental, no muy intensa, pero si clara, interior y exterior, procedente ahora de las profundidades de la tierra y después de la superficie. Ahora un mero susurro que se filtraba por los oídos, cambiando de lugar constantemente. Los hierofantes bien pueden haber conocido el arte de difundir por el aire varios perfumes en sucesión, y deben de haber concertado la música en un crescendo de expectación hasta el momento en que, de pronto, la cámara interior era abierta, y espíritus luminosos entraban en la habitación (luces suaves, me parece, no cegadoras), entre ellas, el espíritu de Perséfone con su hijo recién nacido de regreso del Hades.
La diosa llegaba al tiempo que el hierofante alzaba la voz en vetustas modulaciones reservadas para el misterio:” La Reina Terrible ha dado a luz su hijo, el Terrible”. Este Nacimiento divino del Señor del Inframundo era acompañado por el bramido de un instrumento semejante al gong que, para la extática audiencia, sobrepasaba el del trueno más violento y procedía de las entrañas de la tierra.
Algunos obispos cristianos, en los últimos días de los misterios, creyeron haber descubierto el secreto de Eleusis y que podían revelarlo. Uno dijo que en ese rito pagano se materializaba una espiga de cebada. ¡Qué acertado, si se toman en cuenta sus luces limitadas¡ y, sin embrago, cual totalmente falso. El obispo no había experimentado la noche de las noches en Eleusis. Era como alguien que no conociera la lsd o los hongos de México, o la semilla de la maravilla.
Durante cerca de dos mil años unos cuantos de los antiguos griegos pasaron cada año por los portales de Eleusis. Allí festejaron el do divino del cultivo de las gramíneas y también fueron iniciados en los sobrecogedores poderes del inframundo, a través del misterio púrpura de ese humano del grano que Hoffman ha vuelto a hacer accesible para nuestra generación.
Los mitos de Deméter y Perséfone, y cuanto les acompaña, se corresponden con nuestra explicación en todos los puntos. Nada, en ninguno de ellos, es incompatible con nuestra tesis.
Hasta hoy mismo sabíamos de Eleusis sólo lo que unos cuantos de los iniciados nos contaron, pero el embrujo de sus palabras ha subyugado a la humanidad durante generaciones. Ahora, aquellos de nosotros que hemos experimentados los enteógenos superiores podemos unirnos a la comunidad de los antiguos iniciados con un perdurable vínculo de amistad, una amistad nacida del haber compartido la experiencia de una realidad mucho más profunda de cuanto hayamos conocida antes.

CARL. A. P. RUCK.
Traducción Felipe Garrido.
Breviarios F.C.E. México. 1.978