En este libro Elías Canetti retoma el método de descripción caracterológica que iniciara Teofrasto en la Antigüedad, otorgándole perfiles modernos e inconfundibles, descubriendo dimensiones inéditas del hombre como ser social e individual y convocándolas en un lenguaje conciso y en ocasiones surrealista.
Elías Canetti nace en 1.905 en Bulgaria, hijo de judíos españoles, vivió en Inglaterra a partir de 1.939. Ensayista, dramaturgo, narrador, obtuvo en 1.981 el premio Nobel. En 1.960 publicó su obra central “Masa y poder”, obra a la que había dedicado veinte años de su vida Ha escrito: Auto de fe, El otro proceso de Kafka, La conciencia de las palabras, La lengua absuelta y La antorcha al oído. En la actualidad se están reeditando sus obras en memorias, narrativa y apuntes traducidas por Juan José del Solar. Murió en Agosto de 1.994
Se extractan diez personajes de Canetti, uno por cada carácter según el eneagrama, incluyendo dos para el seis.
La Ovillapenas.
La Ovillapenas carga con su pesado ovillo, nunca se separa de él, lo tiene a su lado. Es tan pesado que apenas puede arrastrarlo y su peso va en aumento. Recuerda haber cargado siempre con él, la idea de abandonarlo no cruza por su mente.
Anda muy encorvada, muchos la compadecen, pero opone una encarnizada resistencia a cuantos lo hacen. ¡Pobres!, no se imaginan que mal les va, no sospechan lo que les espera. Ella se acerca y les lanza una mirada de soslayo, por lo bajo intuye la inminente desgracia. Lo sabe enseguida, no hay remedio, pase lo que pase las cosas irán de mal en peor, empeorarán de un encuentro a otro. Inclina la cabeza y piensa en su ovillo. Ahí están todos enredados, a ella le pesa, pero más les pesa a ellos.
La Ovillapenas disfruta haciendo el bien y dice “Cuidado”. Si la gente se dignara escucharla…
No caminar bajo los árboles, dice, hay ramas podridas. No atravesar ninguna calle, hay coches agresivos. No andar pegado a las casas, pueden caer tejas del techo. No darle la mano a nadie ni entrar en vivienda alguna: hierven de microbios malignos.
El aspecto de las mujeres encinta le desespera: no hay que tener hijos, dice, sino mueren al nacer mueren más tarde. Hay tantas enfermedades, más enfermedades que niños, y todas se abalanzan sobre la propia criatura y no hay razón para que sufran tanto. Mejor es que no vengan al mundo.
La Ovillapenas nunca ha estado encinta, por eso puede hablar así. Jamás ha confiado en un hombre, desvía la mirada en cuanto alguno la observa. Ha cosido por encargo, aunque tampoco eso es seguro. Conoció gente que murió antes de que acabaran las costuras. De ellos no obtuvo un céntimo. Pero no se queja. Lo añade al ovillo. En él si que confía, todo es cierto y sucede tal como aparece en el ovillo.
La Ovillapenas duerme de pie en una calleja olvidada y sin salida. El ovillo es cama y almohada para ella. Como es precavida, no dice su nombre. Nunca ha recibido una carta. En toda carta hay siempre una desgracia. Observa a los carteros y se admira: no hacen sino repartir desgracias, y la gente, que es estúpida, las lee.
El Proyectista.
En su cartera el Proyectista tiene planes, convocatorias, dibujos y cifras. Los conoce a la perfección, él mismo saltó, prefabricado, de su cartera a la vida. Nunca fue engendrado, ninguna madre lo tuvo encinta, siempre supo leer y contar. Jamás fue un niño prodigio, porque jamás fue un niño. No envejece nunca, nunca fue más joven: los años no cuentan en su sistema de planificación. Es puntual sin darse cuenta. Jamás llega demasiado temprano, ni demasiado tarde, pero si le preguntan la hora, se da golpes de cabeza ante tanta estupidez.
No le importa hacer proyectos en vano, y cuando pide firmas para una causa buena, dispone siempre de unas cuantas que no están nada mal. Cómo las consiguió es un misterio, él calla y tiene sus métodos. Es paciente y hace años que proyecta lo mismo. La cartera está llena y la variación, garantizada. Nadie advierte si viene con lo mismo porque ha pasado mucho tiempo. No olvida un detalle, pues lleva todo consigo; su condición de proyectista entraña el nunca renunciar a nada. Insiste en la persuasión; a nadie le permite firmar si no lo ha entendido cabalmente.
Aunque siempre anda buscando nombres, los quiere enteros, si tiene alguno en el bolsillo, allí deberá quedarse. Desprecia a quienes vuelan de su bolsillo, muy pocos lo consiguen. A esos los presenta como ejemplo admonitorio y sigue haciendo proyectos.
Personalmente nunca obtiene nada, todo lo hace en balde. Da a entender que apenas necesita algo para sí y no deja que le inviten ni a un café. A veces viene a buscarlo otro Proyectista que parece su mellizo, pero tienen nombres distintos. Cuando salen juntos no se sabe cuál de los dos llegó primero. Al final quizá logren remontar hasta su origen y, tras un periodo de planificación, retornen a la semilla.
La Blanquisidora.
La Blanquisidora es blanquísima y respira en lencerías. Sus dedos son precisos; sus ojos, angulosos. No recuerda haberse resfriado nunca, su voz es, no obstante, un poco ronca Dice que jamás ha soñado y uno le cree. Muchos acuden a ella en busca de orden. Es irresistible. Habla poco, pero lo que dice tiene el valor de un dogma religioso. No se ha estipulado que rece, ella es su propia iglesia. Cuando celebra la blancura, uno se avergüenza de haber vivido tanto tiempo en la inmundicia. Todo es inmundo comparado con ella, no hay mentís que valga. Abre mucho sus ojos angulosos, los dirige serenamente hacia uno y le hace sentir un resplandor desde dentro. Es como llevar en sí mismo todos sus manteles correctamente doblado, nunca estirados, formando un blanquísimo montón, eternamente, eternamente.
Sin embargo, jamás está del todo contenta, pues hasta ella encuentra manchas en su lencería. Hay que ver como se arrebata al descubrir un punto diminuto. Se vuelve un peligro, como una serpiente venenosa, Abre la boca y descubre sus horribles colmillos ponzoñosos. Se yergue antes de atacar !ay de la pobre manchita!. Ha habido casos en que el miedo la hacía desaparecer, y la Blanquisidora se pasaba horas y horas buscándola con insistencia. Pero otras veces no desaparece. Y es como si pasara un huracán. Coge la lencería -no la coge sola, sino con otras veinte que ya estaban apiladas- y, sin perder un instante, comienza a lavar de nuevo el enorme fardo.
En momentos como ese es preferible dejarla sola, pues su frenesí no tiene límites. Lava también todo lo que está a su alcance: mesas, sillas, camas, gente, animales. Es como en el juicio final. Nada halla gracia ante sus angulosos ojos. Hombres y animales son lavados hasta morir. Es como antes de la creación del mundo. La luz es separada de las tinieblas. Ni el mismo Dios está seguro de lo que vendrá.
El Cazaperfidias.
El Cazaperfidias escudriña los riñones y no se deja engañar. Sabe que hay oculto tras las máscaras inofensivas, adivina al instante lo que alguien quiere de él y, antes de que la máscara caiga por sí sola, la arranca con gesto rápido y decidido. El Cazaperfidias también puede esperar. Frecuenta a los hombres y los observa, todo tiene algún significado. Basta con que alguien doble el meñique para conocer sus horribles propósitos. Todos le tienen entre ojos, el mundo está plagado de asesino.
Cuando alguien le observa, el desvía rápidamente la mirada, el otro no debe notar que ha sido descubierto: que goce un poco mas de sus veleidades cleptómanas e incube impunemente sus diabólicos proyectos. Al Cazaperfidias no le importa pasar por tonto una temporada. Entretanto va hirviendo por dentro, y hierve tanto que podría elaborarse. Pero procura que esto no suceda y ataca cuando aún hay tiempo.
El Cazaperfidias colecciona malas intenciones. Tiene espacio para ellas, les guarda como es debido y a su bolsillo, que está lleno de perfidias, lo llama la Caja de Pandora. Camina suavemente para no asustar antes de tiempo a las máscaras. Si tiene algo que decir, lo dice con voz dulce y habla lentamente, como si tuviera dificultades. Cuando mira a alguna piensa, para despistar, en otro. A las citas llega siempre a destiempo, mucho más tarde, como si se hubiera olvidado. El enemigo se cree así seguro y tiene tiempo para hacerse una imagen falsa de él. Por último se presenta, pide excusas humildemente y justifica su tardanza con algún motivo espeluznante; bajo la mesa, el infame, se frota ya las manos. Luego el Cazaperfidias le deja hablar un buen rato, y sin decir nada, inclina varias veces la cabeza para mostrar su conformidad, lanza miradas estúpidas y admirativas, se asombra, ríe y deja escapar algún elogio.
Hasta ahora todos han caído en su trampa. El Cazaperfidias se despide, le da la mano al sinvergüenza, se la estrecha con fuerza, le dice en tono cordial: “Voy a pensármelo”, y se encamina a casa para clasificar las perfidias (no se le ha escapado ni una) y ordenarlas de acuerdo a un sistema.
Tiene un talento especial para los sistemas. Según él, todo en el mundo obedece a un sistema, nada es casual, cada infamia está ligada a las demás. En el fondo es siempre el mismo sinvergüenza que recurre a infinidad de disfraces para guardar las apariencias. Con su aguda receptividad, el Cazaperfidias interviene, desenreda todo un lio y lo extrae del montón, lo mantiene en alto y compadece en secreto al creador, que si bien tuvo mucha habilidad, careció de la suficiente para engañarlo.
La Inventada.
La Inventada no ha vivido nunca, pero está ahí y se hace notar. Es muy hermosa, aunque de modo distinto para cada cual. De ella se han dado descripciones extáticas. Algunos elogian sus cabellos, otros sus ojos. Pero hay desacuerdo en cuanto al color, que va desde un brillante azul dorado hasta el negro más intenso, y eso vale también para el cabello.
La Inventada tiene distintas tallas y cualquier peso. Prometedores son sus dientes, que a menudo pone al descubierto. El pecho tan pronto se le encoge como se le hincha. Camina, se echa. Está desnuda o fabulosamente vestida. Sólo sobre su calzado existen cientos de datos diferentes. La Inventada es inalcanzable, la Inventada se entrega fácilmente. Promete más de lo que cumple y cumple más de lo que promete. Revolotea, se queda quieta. No habla, lo que dice es inolvidable. Es descontentadiza, se dirige a cualquiera. Es sólida como la tierra, ligera como un soplo. Parece cuestionable que la Inventada sea consciente de su importancia.
También sobre eso andan a la greña sus admiradores. ¿Cómo logra que todos sepan que es ella? Claro que a la Inventada le es fácil, pero, ¿habrá sido así desde el comienzo? Y ¿Quién la habrá inventado hasta hacerla inolvidable? ¿Quién la habrá difundido por la tierra habitada? ¿Quién la habrá endiosado y quién la vendería a buen precio? ¿Quién la dispersó por los desiertos de la luna antes de izar en ella su bandera? ¿Quién ocultaría un planeta en densas nubes por llevar su nombre?
La Inventada abre los ojos y jamás vuelve a cerrarlos. En las guerras, los moribundos de ambos bandos le pertenecen. Antiguamente estallaban guerras por ella, ahora no, visita a los hombres en los frentes y les deja, sonriente, un retrato.
El Tientahèroes.
El Tientahèroes merodea en torno a los monumentos y tira de sus pantalones a los héroes. Sean de piedra o de bronce, en sus manos cobran vida. Muchos se alzan en zonas transitadas y es mejor dejarlos. Pero los de los parques le vienen de maravilla. Merodea un rato alrededor o acecha entre los arbustos. Cuando el último visitante ha desaparecido, sale de su escondite, trepa con habilidad hasta el pedestal y se instala junto al héroe. Se queda inmóvil un instante y cobra ánimos. Es muy respetuoso y no actúa de inmediato. Piensa también por donde le sería más cómodo. No basta con poner la mano en una curva, hay que tener algo entre los dedos, de lo contrario no podría tirar: necesita algún pliegue.
Cuando agarra alguno no lo suelta en mucho rato, es como si lo tuviera entre los dientes. Siente cómo la grandeza va invadiéndole y se estremece. Ahí descubre su verdadero ser y sus múltiples capacidades. Ahí vuelve a proponérselo todo, tira firmemente y pronto rebosa de energía; mañana empezará de nuevo.
El Tientahèroes no sigue trepando, sería indecoroso. Podría saltar hasta el hombro de piedra y susurrar algo al oído del héroe. Podría tirarle de la oreja y reprocharle muchas cosas. Pero eso sería el colmo de la infamia.
Se conforma con el modesto lugar que le corresponde y no suelta los pliegues del pantalón. Pero si persevera, si no desperdicia ni una noche, y tira cada vez con mayor fuerza, llegará un día, un día luminoso, en el que él suba de un poderoso salto y, con sorna y ante todo el mundo, le escupa al héroe en la cara.
El Caldealàgrimas.
El Caldealàgrimas va cada día al cine. No tiene por qué ser siempre una novedad, también le atraen los programas viejos, lo importante es que cumplan su objetivo y le arranquen un profuso caudal de lágrimas. Ahí sentado en la oscuridad e inadvertido, espera su plenitud.
Estamos en un mundo frío y cruel, y si no fuera por esa cálida humedad en las mejillas, las ganas de vivir nos abandonarían. En cuanto empieza la efusión de lágrimas se siente reconfortado; inmóvil y sin pestañear, evita a toda costa enjugarse con el pañuelo, cada lágrima ha de prodigar su sabor hasta el final, y ya llegue hasta la boca o el mentón, ya logre deslizarse por el cuello y siga hasta el pecho, la acepta con recato y gratitud y sólo vuelve a levantarse después de un abundante baño.
La suerte no acompaña siempre al Caldealàgrimas, ha habido épocas en las que dependía únicamente su propio infortunio, y cuando éste no llegaba y se hacía esperar, mas de una vez pensó que se congelaría. Inseguro, deambulaba por la vida buscando una pérdida, un dolor, una aflicción irrestañable. Pero la gente no siempre muere cuando uno quiere estar triste, la mayoría tiene siete vidas y aguanta
A veces cuando estaba pendiente de un suceso patético, una agradable sensación de laxitud iba invadiendo sus miembros. Y luego, cuando creía estar ya al borde, no pasaba nada, había desperdiciado mucho tiempo y tenía que buscar otra oportunidad, reiniciar el juego de la espera.
Muchas decepciones tuvo que sufrir el Caldealàgrimas hasta comprender que a nadie le va tan mal en su vida como para que él quede contento. Probó entonces con muchas cosas, probó incluso con alegrías. Mas todo el que tenga cierta experiencia sabe que con lágrimas de gozo no se va muy lejos. Pero aun cuando inunde los ojos -lo que a veces sucede- no llegan propiamente a fluir, y en cuanto a la duración de sus efectos, es asunto de lo más lamentable. La rabia o la ira apenas son más eficaces. No hay sino un pretexto que inspire confianza: las pérdidas, con preferencia las irreparables sobre las de cualquier otro tipo, especialmente cuando afectan a quien no las merece.
El Caldealàgrimas tiene en su haber un largo aprendizaje, pero ahora es un maestro. Lo que no se le otorga, lo consigue por otros. Si le son totalmente indiferentes- extranjeros, ausentes, bellos, inocentes, grandes-, su efectividad aumenta hasta hacerse inagotable. A él, sin embargo, no deja que le afecten y regresa tranquilamente del cine a su casa. Todo vuelve a ser lo de antes, nada le preocupa y el mañana no consigue inquietarle.
La Finolora.
La Finolora teme los olores y los rehúye. Abre la puerta con cautela y vacila antes de cruzar un umbral. Girada a medias, se detiene un momento para oler con una de sus fosas nasales y reserva la otra. Estira un dedo hacia el espacio desconocido y se lo lleva a la nariz. Luego obstruye con el una fosa nasal y olisquea con la otra. Si no sufre un desvanecimiento inmediato, espera otro poco. Después avanza de costado, introduciendo un pie por el umbral y dejando el otro afuera. Ya le falta poco y hasta podría atreverse, pero aún hay tiempo para una última prueba. Se pone de puntillas y vuelve a olfatear. Si el olor no se altera, pierde el temor a las sorpresas y arriesga también la otra pierna. Ya está dentro. La puerta por la que podría salvarse queda abierta de par en par.
La Finolora actúa en forma aislada; dondequiera que esté anda envuelta en una capa de cautela, otros cuidan de su indumentaria al sentarse, ella, de su capa aisladora. Teme las frases violentas que pudieran perforarla, se dirige a la gente en voz baja y espera respuestas igualmente suaves. No sale al encuentro de nadie, desde la distancia que mantiene sigue los movimientos ajemos: es como si, separada de los demás fuese a bailar eternamente con ellos. La distancia permanece idéntica, sabe eludir toda proximidad e incluso cualquier contacto. Mientras dura el invierno la Finolora se siente mas agosto al aire libre, con inquietud ve acercarse, en cambio, la primavera. Todo empieza a florecer y a perfumar, y ella sufre torturas insoportables.
Por prudencia evita ciertos arbustos; sigue sus propios e intrincados caminos. Cuando ve a lo lejos como un insensible mete la nariz entre las lilas, comienza a sentirse mal. Para su desgracia es atractiva y suelen perseguirla con rosas, de las que sólo se salva sufriendo leves vahídos. Esto se considera exagerado y, mientras ella sueña con agua destilada, sus admiradores juntan las malolientes cabezas y deliberan sobre los filtros y aromas que pudieran transformarla.
La Finolora pasa por distinguida porque evita cualquier contacto. Ya no sabe qué hacer con las propuestas de matrimonio. Ha amenazado incluso con ahorcarse. Pero no lo hace, no soporta la idea de tener que oler al salvador que la descuelgue.
La Encandiladora.
La Encandiladora es una florescencia curva y le gusta erguirse. Una vez erguida levanta el brazo lentamente y lo mantiene en alto con un gesto muy estudiado. Cuando todos, deslumbrados, cierran los ojos, lo deja caer un poco más de prisa. Después mira a lo lejos como si no hubiera nadie, da un giro de 180ª, levanta más lentamente aun el otro brazo y se arregla con aire ensoñador el cabello, no menos cuidado que sus axilas.
No dice palabra, ¿Qué podría decir que realzara su esplendor?, permanece en silencillo y muestra partes insospechadas. En su vida privada le llaman señora Brillaxilas, ¿Cuándo ha habido nombre más apropiado? Dondequiera que se encuentre. Con gente o en su casa, no se cansa de estar erguida ¡Que figura!, y levantar ora el brazo izquierdo, ora el derecho. Conviene insistir en que también lo hace en casa, incluso cuando está sola, ante el espejo. Lo hace para sí, dijo una vez, la única frase suya que ha sido transmitida; es mucha insolencia llamarla Encandiladora. De día está tranquila, puede quedarse en pie y gozar sin interrupción con sus brazos en alto. De noche es mas difícil, no siempre sueña consigo misma le disgusta olvidarse. Duerme intranquila, duerme con luz, a ratos se despierta, se desliza del lecho….ya se está viendo, levanta el brazo su axila ya refulge, ya está mirando a lo lejos. Más tarde vuelve a dormirse, medianamente calmada. Cuando uno no le basta, el otro brazo también.
¿Cómo admirarse, pues, de que tantos hombres vayan en pos de sus axilas? Pero ella no los ve, está inmunizada, ¿Qué culpa tiene de que los hombres interpreten mal sus esplendores? Vinculan a su persona algo que existe sin motivo ¿Acaso es culpable de que la hayan hecho así? Ha de cuidar mucho su cutis, que el amor deteriora. La perfección no pertenece a nadie y exige distanciamiento; por eso, y sólo por eso, mira a lo lejos. La señora Brillaxilas vive sola y no soporta ni perros falderos ni gatos, que jamás comprenderían quien es ella; inconcebible le resultaría un niño por el cual tuviera que agacharse. Pues incluso si lo levantase, él no lograría verla, y nada entendería de sus partes relucientes.
Condenada a vivir sola, ha asumido con entereza su destino y nadie, nadie ha oído una queja de sus labios.
El Legado.
El Legado vive siempre donde lo utilizan y quiere seguir siendo utilizado. Hay momentos en que no sabe a quién pertenece y espera que se abra un testamento. No bien queda claro quién lo hereda, se torna insustituible.
Sabe, por ejemplo, contar. Sabe idiomas. Puede comprar pasajes. Puede cambiar dinero. Nunca dice no, durante toda su vida -y ya no es tan joven. jamás ha dicho no. Decir no va contra su naturaleza, adivina deseos antes de que sus dueños los tengan. Es buen observador. Se diría que vive en el interior de su dueño y lo observa desde dentro. Poco importa quién sea, él no siente diferencias, siente deseos.
El Legado nunca ha estado enfermo, la enfermedad le es ajena. Tampoco ha sido interrogado nunca. Tiene piernas y manos, pero carece de apariencia. Jamás habla en casa, sólo en el camino, cuando hace algún recado; lo trae sin decir palabra, lo deja siempre mudo, con los precios, horarios, mensajes, y otros datos anotados por escrito, y desaparece al instante. Nadie ha estado aún en su cuarto, tal vez tenga uno, aunque si lo tiene apenas estará en él, pues se levanta cuando la familia de su dueño está dormida y se acuesta cuando toda la familia ya lo ha hecho.
El Legado jamás pide un certificado y tampoco lo conseguiría, como no va a ningún sitio por asuntos propios, no los necesita. Es verdad que come, pero lo hace con mesura y sin causar molestias. Nadie lo ha visto con la boca abierta, tiene el tino de hacerlo en un rincón, sin ruido. Con disimulo se palpa los dientes, aún le quedan unos cuantos. Sabe de antemano en que viajes lo necesitan y se compra por su cuenta otro billete en la clase correspondiente. Traduce con fluidez de otras lenguas y es asombroso oírlo hablar en el extranjero, a él, que en su país permanece mudo. La gente hace muchas fotos en los viajes, y a veces, cuando no tiene tiempo de ponerse a un lado, sale él también en la fotografía sin haber sido invitado.
La familia del dueño la mira y hace una mueca. Mas también en esos casos se puede confiar en él. Él mismo lleva los carretes a rebelar y cuando vuelve con las fotos, ha desparecido de ellas. Cómo lo hace es un misterio, no se lo preguntan y él no explica nada, lo importante es que la familia del dueño queda así en familia y el Legado no aparece en ningún sitio.
La Granìtica.
La Granìtica no cree en evasivas. Hasta los asesinos intentan justificarse y hablan tanto que la gente olvida que hay un cadáver de por medio. Si éste pudiera hablar, todo se vería de otro modo. No es que se apiade de las víctimas ¡pues cómo puede un hombre dejarse asesinar! Pero también conviene que haya crímenes para que los asesinos reciban su castigo. Como plegaria nocturna, la Granìtica hace repetir a sus hijos ¡Cada uno va a la suya! Cuando discuten, los incita hasta que arreglan su discusión por la violencia. Lo que más le gusta es verlos luchar; poco le interesan los deportes inofensivos. Claro está que no se oponen a que los chicos naden, pero más importante es que practiquen el boxeo.
Han de ser ricos y saber ganar millones. Ninguna piedad para los necios que se dejen engañar. Hay dos tipos de hombres: embaucadores y embaucados, débiles y fuertes. Los fuertes son como el granito, nadie les saca nada por más que exprima. Lo mejor es no dar nunca nada. La Granìtica hubiera hecho dinero, pero tuvo hijos. A ellos les toca hacerlo ahora. El trabajo embrutece, les dice diariamente. Quien tiene vista hace trabajar a los demás. La Granìtica duerme bien pues sabe que no da nada.
Su puerta está siempre cerrada. No hay hombre que atraviese su umbral. Le endilgan hijos a una y después se olvidan de pagar. Tampoco son hábiles, pues no andarían probando todo el tiempo. Si viniera un verdadero triunfador, lo reconocería. Pero esa gente no tiene tiempo de venir. Sólo los haraganes se presentan. La Granìtica no ha llorado nunca. Cuando atropellaron a su marido se puso muy furiosa. Por eso le guarda rencor desde hace ocho años y cuando los niños preguntan por él, les dice: ” Papá era un necio”, sólo un necio se deja atropellar. La Granìtica no se considera viuda. Su marido, que era un perfecto necio, no cuenta para ella, por eso no es viuda. En general, los hombres no sirven para nada. Son compasivos y se dejan tomar el pelo. Ella no da nada, nadie le saca nada, podría darles una lección a los hombres. La Granìtica no ama la lectura, pero tiene proverbios inflexibles. Cuando le dicen algo duro, lo registra al instante y lo incluye entre sus proverbios inflexibles.
ELIAS CANETTI
EL TESTIGO OIDOR
CINCUENTA CARACTERES
Editorial Guadarrama. 1.977