Michael Foucault.
Historia de la locura en la época clásica.
Un extraño desarrollo amoroso.
Como la armonía necesita entusiasmo y en ese orden social todo el mundo puede entusiasmarse sin cuidado ya que no hay ninguna perfidia que temer, especularemos sobre el entusiasmo amoroso que es el más vehemente. Pondremos en juego el elemento noble del amor, es decir, el sentimiento.
Para empezar dando alguna idea sobre el tema escogeré el caso en que “el amor contraviene más gravemente al objetivo de todas las pasiones, que es el de formar vínculos y extenderlos al máximo”.
Cada ciudad o comarca tienen generalmente, en uno y otro sexo, una persona de belleza trascendente que excita un deseo casi general y numerosas pasiones conocidas. Narciso y Psique son el más bello ornamento de la ciudad de Gnido; la multitud les desea y se podrían citar al menos 20 hombres de la ciudad que tienen una pasión declarada por Psique y otras tantas mujeres que arden en el mismo fuego por Narciso.
La ley civilizada quiere que Psique no pertenezca sino a un casto esposo y Narciso a una casta esposa. La atracción no opina igual, pues pretende que las veinte parejas de amantes participen de los favores de Narciso y de Psique. Ahora bien, si Dios no ha distribuido en vano las atracciones, debe de haber encontrado un medio de satisfacer a cuarenta personas que desean a Narciso y Psique y de satisfacerles por caminos honrosos, propios para excitar el entusiasmo respectivo, el encanto sentimental exigido en Armonía, que quiere que en todo se establezca la igualdad entre lo material y lo espiritual.
En una palabra, debe de haber un modo de entregar decentemente la hermosa pareja a las otras veinte que la desean, pues haciéndolo de una manera indecente, el encanto espiritual o sentimental se desvanecería y el vínculo amoroso, a falta de uno de sus elementos, se degradaría en simple material, en género bruto, o innoble gozo puramente animal. Por el contrario, es necesario que la deseada pareja, despierte al entregarse el más sublime entusiasmo.
Embarazoso problema para los espíritus civilizados. Buscando una solución, parirán todos la misma simpleza diciendo: “Si Psique se entrega sucesivamente a los veinte hombres, no será más que una infame prostituta, cubierta del desprecio de todos los amantes a los que ha otorgado sus favores; se convertirá en el oprobio y la hez de Gnido. Tiene que elegir a uno de los veinte y los diecinueve restantes que busquen otro acomodo a su amor”.
Tal sería, estoy seguro, la respuesta de todos nuestros Edipos. Si esa es su opinión, que traten de conciliarla con tres potencias: con Dios, la moral y con ellos mismos.
• 1º) CON DIOS. Este distribuye la atracción, para dar gusto a todos y no para frustrar y envilecer todo. Si Psique no otorga sus favores más que a uno de sus veinte pretendientes y le guarda fidelidad, habrá diecinueve frustrados y Dios sería bien inconsecuente por haber dado en un atractivo amoroso una influencia veinte veces mayor de la necesaria para contentar a todo el mundo.
Por otra parte, si Psique satisface a los veinte amantes y no recoge por premio de sus bondades más que el desprecio universal, Dios demostraría una refinada malicia dando a la atracción la virtud de condenar al oprobio a quien mejor la satisface, y rebajando a ojos de sus veinte pretendientes su llama y el objeto complaciente que les llenó de contento.
• 2º) CON LA MORAL. Esta no quiere que Psique elija a uno de sus veinte pretendientes porque toda joven bien educada debe, según la filosofía, no tener otra voluntad en amor que la de su cariñoso padre y su tierna madre. Por lo tanto, Psique debería casarse con algún viejo magistrado, cargado de crímenes que, gracias al peso del oro, inclinara en su favor al cariñoso padre y a la tierna madre. En cuanto a los veinte amantes, deberán aplaudir tal matrimonio, bajo pena de lesa moral, guardándose de echar la menor mirada concupiscente hacia Psique, de acuerdo con el santo mandamiento que nos dice: “no desearás (del vecino) ni su buey, ni su mujer, ni su asno”.
• 3º) CONSIGO MISMOS. Desprecian a una mujer que se entrega a veinte hombres y, sin embargo, cualquiera de ellos, en su juventud, ha tratado de seducir a veinte mujeres y quizá a un centenar. No se tienen por ello en menor estima, e incluso ensalzan al que más mujeres ha seducido. Si Narciso consiguiera gozar secretamente y sin demasiado ruido de las veinte mujeres enamoradas de él, todo el mundo le consideraría un estupendo pícaro ¡Extraña inconsecuencia! Encuentran amable en un sexo y odioso en el otro un comportamiento que es necesariamente recíproco, una conducta que se convierte en obligada para uno de los sexos desde el momento en que el otro la sigue. Pues ningún
hombre puede, a menos que tenga un serrallo para él solo, poseer consecutivamente a veinte mujeres sin que dichas mujeres no gocen de la misma manera de una veintena de hombres.
Esta contradicción del espíritu civilizado nos permite una observación preciosa: demuestra que la opinión aprueba ya a medias el efecto que describiré (el amor potencial) y que la armonía será mucho menos inconsecuente al permitirlo recíprocamente, ya que la tolerancia de amor múltiple acordada a un sexo arrastra forzosamente al otro a una conducta similar.
Vamos a pasar ahora a exponer el problema. Ya advertí que haría falta un cierto esfuerzo para entenderle. Me permitiré emplear aquí la jerga matemática. Vamos a elevar el amor del radical a las potencias. Los civilizados no conocen más que los modos radicales que, en simple o en compuesto, dan como único resultado el egoísmo. Vamos a inducir los modos que dan el liberalismo amoroso y que son, respecto a los amores actuales, lo que es el cuadrado o el cubo a su número generador.
Se trata de ejercitar el amor en afecto desdoblado, es decir, en vínculo sentimental con el uno y material con el otro, de modo que ambos encuentren un supremo goce en esta división de favor, que el que no reciba más que la parte sentimental ame y proteja al que le haya correspondido la parte material, y viceversa.
¡Ya estoy oyendo decir entre carcajadas que no hay ninguna dificultad en todo esto y que el que obtenga lo material no sólo perdonará de todo corazón al que no le corresponda más que el sentimiento, sino que además le tendrá por tonto de capirote! Mala manera de plantear el problema, pues el amor unitario no puede basarse en dos, ni en cuatro individuos, sino en masas de coasociados. Sin duda, dos individuos no aceptarían jamás ese ridículo reparto que da a uno el sentimiento y a otro el placer, pero queda por saber cuál será el goce, desconocido para nosotros que hallarán en él masas numerosas, como las veinte parejas de habitantes de Gnido que obtendrán y compartirán los favores materiales de Narciso y Psique, pareja sólo unida por el amor sentimental. Cosa tan incomprensible para nosotros, como el amor ordinario lo es para los niños de siete años. Lo mismo acontece con el vínculo omnígamo cuya idea parecerá bien ridícula, y que, sin embargo, es el efecto más sublime, el más bello germen de virtud y de entusiasmo general que existe en la naturaleza.
Lo que ha inducido a error a todos los filósofos civilizados sobre el destino del amor, es que siempre han especulado sobre los amores limitados a una pareja. Por eso no han llegado más que a un resultado: al egoísmo, efecto inevitable de ese amor limitado. Hay que especular sobre los efectos liberales, fundarse en el ejercicio colectivo [del amor] y yo no seguiré otro camino en mi razonamiento. Si Psique y Narciso se entregaran a otros dos individuos, sería una doble infidelidad, una pasión infame y repugnante.
Pero voy a probar que entregándose cada uno de ellos a una masa de pretendientes y en ciertas coyunturas aplicables al orden civilizado, se convertirán en dos ángeles de virtud a los ojos del público, a los de los pretendientes y a sus propios ojos y que de esto resultará un vínculo general incluso con quienes, menos enamorados que los pretendientes, se entusiasmarán tanto como ellos ante la abnegación filantrópica demostrada por aquella pareja de ángeles.
Si Psique y Narciso se entregan a veinte personas llenas de pasión por ellos, pueden contribuir al progreso de la sabiduría y de la virtud. Es necesario que esta unión quede consagrada a los ojos del cuerpo social y que se opere bajo las formas más nobles y opuestas a las orgías crapulosas de los civilizados.
¿Cuáles serán los motivos que determinarán esta complacencia de Psique y de Narciso y ennoblecerán su sacrificio? Este es el problema de la unión angélica, que nos explicará cómo por un efecto de puro amor, de sentimiento refinado y trascendente, los dos enamorados antes de unirse entre sí, se unirán corporalmente con todos los que han manifestado un ardiente deseo, obteniendo por este acto de filantropía amorosa el mismo prestigio que rodea en la civilización a los Decios, Régulos y otros mártires de los principios religiosos o políticos.
Indicios De Mecanismos Sentimentales Desconocidos En Los Amores Civilizados.
El problema que acabo de plantear, es de los que tocan en el punto flaco de todo el mundo. ¿En qué ciudad o comarca no hay más de una Psique deseada por una veintena de hombres, y más de un Narciso deseado por veinte mujeres? Añadamos que los Decios del amor que, movidos por un noble sentimiento se entreguen a todos sus pretendientes declarados, no tendrán en cuenta ni la edad ni la belleza, y se honrarán favoreciendo lo mismo al viejo que al muchacho.
Se trata de probar que tanto en el amor como en las demás pasiones, la naturaleza humana es compuesta y no simple, que tiene la propiedad de formar, con un mismo germen, el bien o el género noble en impulso directo, el malo género innoble en el inverso. Reproduciré aquí mi eterna comparación de la oruga y la mariposa, que proceden de un mismo germen desarrollado en contrasentido. Es una comparación-brújula y hay que recordarla constantemente para habituarse a especular sobre el doble impulso de cada pasión, sobre el directo o noble y sobre el inverso o innoble. Ahora bien, mientras sigamos en el mecanismo civilizado, el amor como las demás pasiones, queda sujeto al mecanismo inverso o estado de oruga moral, de falsedad, de egoísmo y de todas las cualidades abyectas.
Juzguemos a propósito de la cuestión que nos ocupa. ¿No es el egoísmo supremo la opinión que prevalece sobre ella? Cada uno de los veinte pretendientes quiere gozar de Psique y todos quieren que se la considere deshonrada si se entrega a los otros diecinueve. Y, sin embargo, ¿qué derechos tiene uno de ellos que no tengan también los otros? Todos la aman como él; son sus iguales y quizás alguno le supere en belleza, en mérito o en derecho a obtenerla. Según la estricta justicia, tanto derecho tiene a conseguida él como cualquiera de los otros y si ella quiere otorgar a todos sus favores, será veinte veces generosa y ellos veinte veces injustos y odiosos.
A estos argumentos responde cualquiera de los pretendientes: yo siento, la naturaleza me lo dice, que Psique es una infame si se entrega a los otros diecinueve. Quiero que sólo sea mía. Pero como los veinte dicen lo mismo. ¿Cómo se les podría satisfacer? ¿Tendríamos, como en el juicio de Salomón, que cortada en veinte pedazos, cada uno de los cuales pertenecería única y exclusivamente a uno de los pretendientes.
No, dicen, yo la quiero toda entera y para mí solo. Y lo mismo dirían las veinte enamoradas de Narciso respecto a éste. Así es la justicia de los civilizados; en amor no han sabido elevarse por encima de su egoísmo, la más abyecta de todas las pasiones, y luego se vanaglorian de perfección y de perfectibilidad.
Sin embargo, este egoísmo se transforma con frecuencia en reparto espontáneo y muy abyecto, en una costumbre que se llama adulterio o cabronazgo, costumbre de las más extendidas y en cuya virtud ese reparto que todo el mundo parece rechazar con obstinación se convierte en un triunfo. En efecto, si mañana Psique se casa con Narciso y acepta entregarse clandestinamente a uno de sus veinte pretendientes, éste se consideraría muy feliz consiguiéndola por secreto fraude, y sin pretender en lo más mínimo excluir al legítimo esposo, colmaría a Narciso de atenciones, aún a sabiendas de que éste entraba en el reparto.
Así pues, la manía de la posesión exclusiva es una fantasía muy variable que capitula con las circunstancias y que no es en absoluto una condición indispensable para la felicidad amorosa; el que vive en secreto adulterio con una dama siente quizás mayor satisfacción que el marido, que cree ser el único posesor. Ahora bien, si una circunstancia como el adulterio puede dar encanto al hecho de compartir su amor con otro hombre y lleva al amante a cometer mil bajezas para conservar esta ventaja, otras circunstancias, hoy desconocidas, podrán sacar una satisfacción del hecho de compartirle con otros veinte, pues quien se complace en un reparto, puede consentir dos, tres, etcétera.
Bástenos por el momento asentar este principio, al demostrar por la costumbre del adulterio o cabronazgo, que tanto halaga la vanidad del copartícipe, que no es cierto que el corazón del hombre sólo puede hallar la felicidad en la posesión exclusiva de la persona amada. Nos apoyaremos en esta verdad de hecho para expresar nuestras dudas sobre la excelencia del modo actual del amor, o modo egoísta; no es más que uno de los numerosos modos de los que daremos más adelante el cuadro en la escala de los géneros, y j se verá entonces que la felicidad se compone del goce alternativo de todos los géneros y no sólo de uno.
En realidad, los demás modos son poco o nada practicables, en la civilización; la fealdad de los cuerpos y las almas, las desconfianzas, las enfermedades, la falsía universal, son obstáculos invencibles que no dejan nacer los diversos modos de amor que vamos a describir.
Pero no especularemos sobre la civilización, sino sobre un orden de cosas donde los hombres más insignificantes serán ricos, bien educados, sinceros, amables, virtuosos y hermosos, salvo en su extrema vejez; un orden donde, olvidadas nuestras costumbres matrimoniales y otras, habrá lugar para un enjambre de innovaciones amorosas, de las que no sabríamos hacemos la menor idea ahora que en su diversidad añadirán encanto a ese compartir que hoy nos resulta odioso, sin que por eso desaparezca el amor egoísta, variedad que existirá y estará también permitida a cualquiera.
Ya he dejado entrever que este modo no satisface en absoluto nuestras pasiones, como lo demuestra el caso comentado: el de una mujer deseada ardientemente por veinte hombres, cosa bien común en todos los países. Podría citar otros muchos casos en los que el modo egoísta no basta para alcanzar la felicidad concluyendo así con mayor razón que el actual sistema amoroso no es sino el desarrollo invertido de la naturaleza, y que no permite sino los desarrollos más opuestos a las ideas liberales y al espíritu de Dios. Insistamos sobre esta y haremos presentir que pueden existir en amor otros muchos modos aún desconocidos.
Decimos que el amor es una pasión completamente divina, ¿pero cómo es posible que la pasión que mejor nos identifica con Dios, que en cierto modo nos hace participar en su esencia, nos empuje al superlativo del egoísmo y de la injusticia?
Dios sería el egoísmo supremo si compartiera el carácter de los enamorados que acabo de citar, que quieren para ellos solos un bien que Psique consiente en repartir entre todos. Supongamos que Damón, hombre honorable quiere distribuir veinte escudos a otros tantos pobres, ¿qué pensaría de esos miserables si cada uno de ellos le propusiera que olvidara a los otros diecinueve y le diera a él todo el dinero? Sin duda le respondería: sois veinte egoístas que, en vez de merecer todo no merecéis ni siquiera el 1/20 que pensaba dar a cada uno; no nos daré ni siquiera un céntimo.
Sin duda aplaudiríamos el buen juicio de Damón y el castigo infligido a los avariciosos mendigos. Pero cuál no sería nuestro asombro si cada uno de los veinte pobres viniera sucesivamente a decirnos: este Damón es un infame, un sinvergüenza de la peor especie; quiere darme a mí la misma limosna que a otros diecinueve compañeros. Tanto impudor nos indignaría, pero nuestra indignación sería mayor si Damón, perdonándoles, les distribuyera los veinte escudos, y ellos, tras de aceptar la limosna, empezaran a vomitar injurias contra él, diciendo que era el más despreciable de los hombres. Pues estos veinte bandidos no son sino el más fiel retrato de los veinte enamorados y sus pretensiones a la exclusiva.
Al oír esto, todo el mundo grita sosteniendo que pese a todas las comparaciones, la naturaleza nos dice que ese reparto de Psique entre los veinte hombres es abyecto a más no poder. Muy abyecto, es verdad, según el impulso inverso o exclusivo que es el único que se conoce. Pero ya hemos visto como hay un germen de desarrollo directo o sociable en el adulterio o cabronazgo. Este es un embrión que hay que desarrollar.
Vemos que las personas que viven en este estado de adulterio, encuentran en él motivos poderosos para conciliar su compartir con el pundonor, la delicadeza y el sentimiento; queda pues por descubrir el cálculo por el cual una opinión que puede inocularse a dos copartícipes, pueda hacerse germinar en doscientos si hace falta, manteniéndoles a todos en la concordia más perfecta y transformando en un vínculo amistoso esta participación que, en nuestras costumbres, sería germen de discordia entre ellos y de común desprecio por el objeto compartido.
¿No es cierto que semejante resultado sería el único compatible con el espíritu divino, que es la generosidad por excelencia, y que nada está más lejos del espíritu de Dios que la de un hombre que quiere un placer para él sólo y que lleva su egoísmo hasta el extremo de querer matar al que pretende gustar un instante de aquel bien, del que tan fácilmente podrían participar todos, si se conociera el arte de dar a los hombres ese espíritu transigente que todos muestran cuando se trata de espigar con toda humildad en el campo de un marido.
En Armonía no hará falta tanta bajeza. Los repartos, la comunidad momentánea, serán honorables por un efecto inherente a la unión angélica: el amor potencial del que voy a dar una idea.
Supongamos que Psique y Narciso están muy enamorados una de otro. Son la más hermosa pareja de Gnido y ninguno de los otros cuarenta pretendientes, hombres y mujeres, se extrañarán de su preferencia mutua. Pero si por un impulso completamente inconcebible en nuestras costumbres, Psique y Narciso consienten en no ser una de otro hasta no haber pertenecido a cada uno de sus veinte pretendientes, tendremos que reconocer que la generosidad de estos dos amantes que se privan mutuamente para satisfacer a una masa de amigos es, como digo, algo tan honorable como hubiera sido innoble una prostitución de capricho.
Ahora bien, ¿qué motivos podrían hacer que estos dos amantes se sacrificaran así al placer del público? Esto es lo que explicaré al tratar del amor potencial o puro sentimiento en su grado más alto. Hasta entonces diremos que como los amores actuales están desprovistos de este resorte liberal o directo, tienen que desarrollarse exclusivamente en el sentido inverso o egoísta.
Opinamos sobre esta innovación futura como el niño de diez años que pretende que su hermano mayores bien tonto perdiendo el tiempo tras de damas y señoritas, que es mucho mejor jugar a las bolas, y si se le dice que cuando tenga veinte años no pensará lo mismo y que preferirá las mujeres a esos juegos infantiles, sonreirá con incredulidad y nosotros reiremos de su ignorancia.
Este es el error de los civilizados que alaban el amor egoísta; no discuto que éste no tenga sus encantos y muy grandes, pero como conozco la teoría del movimiento que ellos ignoran, tengo razones para anunciar que la armonía creará gérmenes de liberalismo amoroso que obrarán en sentido opuesto al de nuestras costumbres, haciendo sentir, tanto a las parejas angélicas, como a quienes las posean, una magnífica y santísima embriaguez, una voluptuosidad sublime tan superior al egoísmo de los actuales amores, como el encanto de los amores adolescentes es superior. a los juegos de los muchachos de diez años.
Si se tiene en cuenta que en el orden que voy a describir, los amores egoístas o civilizados serán también lícitos para todos! es evidente que el nuevo modo, que introducirá gérmenes de unión y de satisfacción general, será verdaderamente divino y que nos equivocamos atrozmente tomando por pasión divina el amor actual, o exclusivo y no liberal, afecto puramente humano, repleto de tendencias egoístas que son la marca del vicio y denotan la ausencia del espíritu de Dios.
No habremos hecho nada por la armonía mientras ignoremos el medio de llevar a ella el amor, que, en el orden actual, es la más inocua y egoísta y la menos liberal de las pasiones. Tenemos que determinar un orden donde sin ninguna coacción, el amor se satisfaga con las medidas de concordia general, de filantropía, de generosidad, etc.
Michael Foucault.
Historia de la locura en la época clásica (1982) Fondo de Cultura Económica. México D.F.