Después de terminar una charla acerca de «los males del amor y los males del mundo» en la Universidad de Deusto, hace ya algunos meses, uno de los asistentes me objetó no haber ofrecido una definición del amor.
Tras haber hablado durante más de una hora sobre lo que no es el amor, pensé: ¿No ha valido acaso esto más que una definición? ¿No ha sido más elegante dejar el misterio innominado, sin entrar en argucias racionalistas? y me contuve de responder: « ¿Acaso se da una definición de Dios en los Evangelios?» Si no se equivoca San Juan al afirmar que Dios es amor, ciertamente la tarea de una definición preliminar no es sencilla.
Me viene a la memoria la reflexión de Idries Shah acerca de un hombre que enseñaba que el «árbol era bueno». Había decidido que toda perfección y belleza estaba contenida en el árbol, que daba fruta, refugio y materia prima para artesanías, sin plantear exigencias. Sus seguidores amaron los árboles y los adoraron en bosques y selvas durante diez mil años, y comenta Shah que esta gente confundía lo inmediato con lo real, en forma semejante a como el hombre se confunde acerca del amor en sus ideas actuales: «Sus ideas más sublimes del amor, si sólo lo supiera, pueden tenerse por las más bajas de las percepciones posibles del amor verdadero.»
Por más que no intente una definición del amor que aspire a apuntar su naturaleza íntima, me parece oportuno observar que, si es legítimo concebir el amor como algo más allá de sus diferentes formas, será éste algo común en una serie de experiencias diferentes que no vacilamos en denominar así. ¿Qué es aquello que tiene en común el amor entre los sexos, el amor maternal, el amor admirativo a un amigo y la benevolencia para con un compañero de trabajo o de curso?
Me limitaré a señalar que tres experiencias, tres diferentes amores -la atracción erótica, la benevolencia y la admiración-, constituyen, en sus transformaciones y variadas combinaciones, manifestaciones incuestionables de la vida amorosa. Si queremos ir más allá, sólo podemos recurrir a palabras como «afirmación» o «valoración» que nos quedan cortas a pesar de que no tengamos nada mejor.
Ciertamente, el amor sobre el que versa tan alta. Proporción de la literatura y el cine no es el mismo amor al que se refiere el mandamiento cristiano de amar al prójimo como a nosotros mismos. Por lo menos, hay un énfasis lo suficientemente diferente como para que los filósofos del amor hayan siempre distinguido entre amor propiamente dicho y caritas, o -pasando del latín al griego- eros y ágape: un amor que se asocia a la sexualidad y se expresa sobre todo en la atracción mutua de los sexos, y otro amor independiente de la sexualidad, cuya manifestación prototípica está en la relación alimenticia madre-hijo.
Independientemente de que existan relaciones amorosas en las que ambos ingredientes están presentes, e independientemente también de que haya relación entre estos dos amores (de modo que la compasión pueda alimentarse de la sexualidad, como en el camino tántrico), es cierto que ambos son fenómenos posibles de encontrar en relación de independencia o antagonismo -como típicamente en la cultura cristiana, en la cual el principio ágape se da en un contexto ascético. Pero esta dualidad no abarca la gama completa del amor.
Si el amor compasivo, eco del amor maternal, es un amor que da, y el amor erótico puro es un amor-deseo, que anhela recibir, hay también un amor-adoración que tanto da como recibe: otorga su afirmación a lo amado y se alimenta de los destellos de la divinidad que con su acto de adoración descubre y, a su vez, nutre.
Dice Hubert Benoit que el amor-adoración entraña siempre -en mayor o menor grado la proyección sobre un tú de la imagen de lo divino. Concuerdo, pero no comparto con él la identificación del amor-adoración con el amor erótico, por más que constituya la esencia del enamoramiento. Pienso más bien que el enamoramiento constituye el resultado de una convergencia entre lo erótico y lo admirativo, y que el amor admiración tiene su forma prototípica en la relación del niño pequeño con su padre más que con su madre (ante la cual su experiencia es más bien de amor-placer era que es un amor-recibir). También del amor socrático al sumum bonum se puede decir que es un híbrido de apreciación de la sabiduría y atracción erótica.
El amor admiración particularmente presente en ese amor masculino que Platón llamaba philia no se alimenta necesariamente de eros, como demuestra la devoción a un maestro espiritual o aquello sobre lo cual Nietzsche ha llamado la atención: «La mujer ama al hombre y el hombre ama a Dios.»
Hay una verdad en todo esto, por cuanto existe un amor que entraña un don desinteresado de sí, un amor a algo que no es ni uno mismo (como el amor-deseo) ni el otro (como el amor-dar), y que se puede llamar «amor a Dios» en un amplio sentido de la expresión ya se trate de amor a la belleza, a la justicia, al bien o a la vida.
Eros (o amor-deseo), caritas (o amor-dar) y philía (o amor-admirativo) pueden caracterizarse como amor de hijo, amor de ‘madre y amor de padre, y se relacionan predominantemente con la primera, segunda y tercera persona que distingue la estructura de nuestro lenguaje: el amor deseo, con su anhelo de recibir, privilegia al yo, en tanto que el amor ágape es un amor al tú, y el amor-admiración proyecta la experiencia de valoración más allá de la experiencia del yo-tú, en una personificación de lo trascendente o una simbolización del valor puro: EL.
Se puede también decir que el amor al yo acoge al animal interior que hay en nosotros, criatura de deseos, mientras que el amor al tú encara al prójimo como persona o ser humano y el amor-admiración encuentra su verdadero objeto en lo divino ,ya sea, en una dimensión universal o en la experiencia de la divinidad encarnada.
Igualmente, puede decirse que el amor al yo animal se relaciona con nuestro instinto de conservación, nuestro amor humano o nuestro amor al tú constituye el florecimiento de la sexualidad, y nuestro amor a los valores supremos enlaza no sólo con lo paterno, sino con el proceso de socialización y el instinto social de relación propiamente dicho. Es claro que cada uno de estos tres amores puede degenerar.
Así pues, junto al eros que los griegos aptamente personificaron en un dios, hay un erotismo carencial que más que instinto merece ser entendido como un derivado instintivo o un reflejo de la instintividad: una búsqueda del placer motivada por la dificultad de encontrarlo; un hedonismo que encubre y quiere compensar una infelicidad. Podemos caracterizar este exceso y falsificación del eras como un amor irresponsable.
Freud identifica eras y libido, pero dado el uso corriente del término «libido» para significar el combustible psíquico de la neurosis -ese «amor al revés» que se busca a sí mismo en la oscuridad más valdría reservar eros para el amor propiamente dicho, que es gesto de abundancia y fenómeno de rebosamiento que acompaña la plenitud del ser. El niño va del amor-recibir hasta la capacidad de dar, o por lo menos podemos suponer que éste es el desarrollo sano; en la mayoría de los casos, sin embargo el individuo queda fijado en la necesidad: la frustración temprana se hace crónica y acapara las energías psíquicas del adulto.
Porque no sabe lo que es recibir, la persona no sabe dar.
El amor-recibir o libido, entonces, no sólo absorbe el eras del amor-placer, sino que eclipsa al amor-dar y al amor-admiración. El amor al prójimo, por su parte, nos es particularmente conocido a través de su forma degradada: la hipocresía y el mal amor siempre entraña un aspecto de falsificación; un pasar una cosa por otra, diciendo «esto es amor». Pero aparte de su aspecto de falso amor, el amor entraña también un anti amor: una voracidad explotadora. La falsificación del amor supone una ilusión particular a la sobre identificación del amor con alguna otra experiencia asociada y sobrevalorada como el placer, lo admirable, el don de la propia subordinación
El amor-admiración, a su vez, es raíz de excesos comparables cuando el nomos o norma moral amorosa se transforma en legalismo autoritario. Por más que se hable de amor a Dios o a la patria, en realidad se habla en el nombre del amor con la voz de la obligación. Alimentan tal amor obligatorio los movimientos sociales y las ansias individuales de poder.
Tan notorias como los excesos sociales del amor-recibir, el amor-dar y el amor-admiración son, naturalmente, las insuficiencias. En tanto que en la ley mosaica el primer y más importante precepto es el de amar a Dios, no hay lugar para el amor a Dios en la psicología científica, que apenas acepta el concepto «amar» en su vocabulario (prefiriendo conceptos objetivos tales como «reforzamiento emocional positivo»).
Tal vez Dios nos ha llegado a parecer irrelevante tras siglos de nombrarlo en vano y de degradar su idea por medio de la asociación con instituciones religiosas autoritarias fosilizadas. Por ello quiero afirmar mi convicción de que la salud emocional implica un «amor a Dios» en el sentido amplio de la palabra, independientemente de toda ideología y compatible aun con el agnosticismo.
Cuando, por ejemplo, alguien preguntó al viejo Buber si creía en Dios, respondió algo así como: «Si Dios es algo independiente de mí, no lo sé; si es alguien con quien puedo entrar en relación, sí» El mandamiento cristiano de «amar al prójimo como a uno mismo, y a Dios por encima de todas las cosas» no se refiere en verdad a un solo amor, sino a un equilibrio entre tres amores: al YO, al TU, y al EL y no se trata de amar al prójimo más que a uno mismo, sino de aliar al ser humano -tanto en el otro como en uno mismo- y más aún lo sobrehumano.
Ciertamente, muchos fallan en este principio espiritual por egoísmo o escaso amor al prójimo. Más que un hermano, el otro pasa a ser un extraño que se ignora, utiliza o combate. Hay en este amor una pérdida del tú, una pérdida de la capacidad de sentir al otro como sujeto.
Parecería que la esencia del egoísmo fuese el amor a uno mismo; pero si examinamos de cerca la situación psicológica del egoísmo, vemos que entraña sobre todo una apasionada búsqueda de sustitutos del yo y del amor. Más que una forma de amor a sí mismo es resultado de un implícito rechazo de sí mismo; porque el egoísta no se ama a sí mismo, necesita llenar ese vacío con una exaltación de deseos secundarios.
La condición de amistad o benevolencia consigo mismo es algo diferente del instinto: no impulso, sino afirmación generosa del impulso; no motivación animal, sino íntima experiencia humana. Pero no sólo se falla en lo relativo al amor humano, particularmente en nuestro mundo secular. Pienso que un aspecto fundamental de las muchas condiciones patológicas es la pérdida de ese amor que está más allá del amor al prójimo y del amor a uno mismo, y que es algo así como un arder de la chispa divina que está dentro de nosotros, amándose.
De este amor sin objeto o cuyo objeto es infinito deriva en gran parte la densidad de sentido de la vida, su «significado», más “allá de toda razón y emociones interpersonales. Parte de mi análisis del «mal amor» como lo llamaría el Arcipreste- consistirá en una consideración de los diversos caracteres en términos de los tres amores: un amor paterno (philia, orientado hacia lo divino), un amor maternal (ágape, proyectado sobre el prójimo) y un amor de hijo (eros, centrado en el deseo).
Proponía Santo Tomás distinguir en el pecado esos aspectos que -designó como adverso y converso: alejamiento de Dios y atracción exagerada del mundo. Como eco de ese pensamiento encontramos en la Divina Comedia de Dante la doctrina de que cada uno de los pecados capitales entraña una diferente desviación del amor -los pecados son para él formas de amor que, cegadas de su verdadero objeto y de sí mismos, se apasionan con reflejos, ilusiones y espejismos.
Aunque mi intención de tratar los males del amor a la luz de los pecados tal vez no sea nueva para quienes recuerdan la doctrina qué Dante pone en boca de Virgilio en el cuarto círculo del purgatorio, mi tema será el recíproco: el de cómo las motivaciones neuróticas constituyen un obstáculo para el amor; es decir, cómo esos patrones fundamentales de la personalidad que reconocemos como caracteres básicos (con rasgos que van desde lo postural y motriz hasta las formas del pensar) se manifiestan en términos de amor. Con la experiencia que me ha dado la profesión de psicoterapeuta, entonces me propongo tratar cómo en cada una de las neurosis de carácter se ve el amor impedido y falsificado y cuáles son sus consecuencias problemáticas.
El resto de este ensayo consistirá en un tratamiento más amplio de cómo el amor en cada uno de los estilos neuróticos se ve obstaculizado, falsificado o traicionado.
El eneagrama de la sociedad (extracto)
Eneatipo II. Amor-Pasión
Entrando ya propiamente en el tema de este capítulo, resulta apropiado comenzar el recorrido de los caracteres por el segundo de los eneatipos ya que, así como los orgullosos están entre los que parecen más inocentes de todo pecado en la apreciación ordinaria, son los que menos problema tienen en ser amorosos. Justamente constituyen el más «amoroso» de los caracteres. El hecho de que algunos caracteres sean más o menos «amorosos», sin embargo, no se debe a que tengan mayor o menor capacidad de amar en el más profundo de los sentidos.
Partamos de la premisa de que la salud mental -y la capacidad de amar que conlleva- se ve interferida por patologías del carácter de equivalente seriedad. Es natural que los caracteres seductores se muestren más amorosos, ya que en ellos está en primer plano la falsificación del amor. El que los orgullosos parezcan no tener problemas en ser amorosos no significa que no tengan problemas con el amor.
Una característica diagnóstica de la personalidad histriónica (forma más aberrante del orgullo) es su inestabilidad amorosa, ligada a su vez a la inestabilidad y superficialidad de sus tan manifiestas e intensas emociones. Aunque estoy seguro que llegan a las psicoterapias menos orgullosas que personas con otros caracteres (a excepción de los lujuriosos), el motivo más común de que recurran a la ayuda profesional es, justamente, el de los problemas en el amor. ¿Cómo puede ser esto así, dada su disposición cariñosa? Quizá por el alto precio que entraña su cariño, precio que pone de manifiesto su condicionalidad. En tanto que la persona con este carácter seductor se esmera en ofrecer un amor maravilloso, único y extraordinario, sus aparentemente reducidas exigencias son también extraordinarias, particularmente la que concierne al amor.
Las necesidades neuróticas no se sacian en el mundo real, porque su naturaleza pasional es la de un pozo sin fondo. Aun en la situación ideal de encontrarse con un amor verdadero, la persona orgullosa puede ser lo suficientemente difícil como para poner su relación en crisis; puede ser demasiado invasora, por ejemplo, o demasiado celosa, o muy infantil, irresponsable o inconsecuente. Tanto más es así en aquella situación en la que junto al amor aparecen las necesidades neuróticas y rasgos egoicos del otro. El orgulloso espera siempre un lecho de rosas, y las críticas, la impaciencia, el enojo y otras reacciones naturales ante sus propios defectos constituirán no sólo heridas a su sensibilidad sino, fundamentalmente, heridas a su imagen: idealizada, maravillosa, siempre deleitable e incomparable.
Tales frustraciones, naturalmente, serán factores de desenamoramiento y poco le interesa al carácter apasionado del eneatipo II una relación sin enamoramiento. De ahí el patrón característico de una búsqueda apasionada del amor que va de relación en relación, -terminando cada vez en desencanto o aburrimiento; lo suficiente para que su anhelo de amor, no colmado, busque nuevo objeto. No sólo las frustraciones, conscientemente reconocidas o no, de la vida cotidiana contribuyen al deterioro de las relaciones amorosas: también entra en juego aquello que resulta tan manifiesto en la vida de aquel notorio amante de la –historia que fue Jacobo Casanova. El propio relato de sus aventuras innumerables nos hace presente que no es sólo el fracaso en el amor lo que le impulsa a la aventura sino el hecho de que no busca una vida amorosa, sino la conquista en sí.
Quien alimenta su orgullo de triunfos amorosos no se satisface por mucho tiempo con la demostración de que el objeto de su interés termine rindiéndosele; una vez logrado se interesará en reconfirmar su atractivo ampliando el campo de sus conquistas.
En ambos casos, sin embargo, el individuo sufre de una especie de sobre desarrollo del amor. La relación entre los sexos constituye una pasión tan intensa que pasa a eclipsar otros intereses en la vida, con el resultado de que la persona parece en cierto sentido no tener vida propia y volcarse en su única vocación: la de su familia. Esto último estaría muy bien si no fuese porque tal aparente vocación alberga en el fondo una sed amorosa que se disfraza excesivamente de un don.
Naturalmente, nada de esto sería posible si no fuera porque el amor-necesidad en la persona orgullosa se ve efectivamente encubierto por el amor-dar. El auto engaño es lo suficientemente perfecto como para que el individuo se llene con su propio dar,(más que en el caso de los otros caracteres); independientemente de lo que pueda recibir del otro, su mismo dar (que entraña «recibir» la necesidad del otro) confirma su autoimagen de dador: imagen de gran amante, de gran madre o de persona con sentimientos muy delicados.
Hasta ahora he hablado predominantemente del amor entre los sexos, que es la provincia del amor en la que el eneatipo II tiende a especializarse y donde concentra su forma de dar y su encubierta necesidad de recibir. Provincia importante suele ser, además, la relación materno-infantil, propicia para quien se nutre tanto de su propia dadivosidad como de la necesidad ajena.
Para terminar, sin embargo, pasemos revista al desequilibrio particular en que se expresan en este carácter los tres amores que contemplábamos al comienzo del capítulo
Por de pronto es claro que el amor a Dios le interesa relativamente poco. Aun más allá del amor entre los sexos, su orientación es más interpersonal que transpersonal. Poca cabida hay para «objetos ideales» en esta personalidad tan amante del contacto, para quien el amor se asimila a lo erótico y a la expresión emocional de la ternura. Su vida amorosa está hecha de una combinación de amor al prójimo y de amor a sí mismo, sólo que en esta combinación, como veníamos viendo, el primero enmascara al segundo.
En mi libro Enneatype Structures propuse para este fenómeno tan central en el EII (que parece todo dar y nada recibir) la expresión, “generosidad egocéntrica”. Tal vez podemos decir que el amor por sí mismo es el mayor, por cuanto el amor al otro es su transformación -el resultado de un espejismo por el cual la propia necesidad se proyecta en parte en el otro y, en parte, simplemente es negada o minimizada, en tanto que se enfatiza el don de sí. En una escala real, el amor al prójimo se situaría en un segundo lugar, entre el amor a sí mismo y el amor a Dios, pero es el que llama verdaderamente la atención; tanto es así, que en muchos libros norteamericanos que hoy circulan acerca del eneagrama de la personalidad se designa este carácter como helper, es decir, «uno que ayuda». Sin embargo, su capacidad incomparable de hacer pasar su necesidad por abundancia de corazón desinteresada es el primer escollo en su progreso espiritual y terapéutico
Un cartón en el que se ve a una negra con un Cupido que la ha de ayudar a meter al explorador en la olla esclarece vivamente el fondo egocéntrico del amor seductor, ya sea que se manifieste en una «vampiresa» o a través de un carácter dulce e infantil, como el que Dickens describe en su novela autobiográfica David Copperfield. La pequeña Dora, de quien el gran escritor se prendó al sentir en él el eco del carácter de su madre, sólo proclama que quiere ayudar a su adorado cónyuge, pero es manifiesta su incapacidad al respecto. En su interés por ayudarlo termina devorándolo como el amor de una vampiresa. En ambos casos, el otro se torna esclavo de una gran ansia de amor que necesita ser necesitado.
Eneatipo VII. Amor-Placer
Resulta oportuno una vez más continuar nuestra exposición con el séptimo enea tipo, ya que se trata igualmente de un carácter seductor y cariñoso -sólo que su forma de seducciones algo diferente y también diferente su forma de amar.
La persona autoindulgente necesita ante todo un amor indulgente y como aprecia que no se le exija ni se le pongan límites, también ofrece al otro permisividad. Tanto es así que La Bruyere, en su contemplación de los caracteres humanos, ha llamado la atención sobre uno que parece empeñarse en cultivarle al otro sus vicios y alabárselos.
Si el amor ideal que busca tanto como ofrece el orgulloso es un amor-pasión, el ideal amoroso del goloso es algo más suave, tranquilo y a salvo de problemas. Un amor agradable que busca el agrado y que podría llamarse un “amor galante”
Viene al caso citar lo que dice Hipolito Taine al comparar esta forma de amor con aquella exaltada por Bocaccio: «Boccaccio toma el placer en serio; la pasión en él, aunque física, es vehemente, constante incluso, frecuentemente rodeada de acontecimientos trágicos y asaz mediocre para divertir. Nuestras fábulas son alegres de modo muy distinto. El hombre busca en ellas la diversión, no el disfrute, es jocundo y no voluptuoso, goloso y no glotón. Toma el amor como un pasatiempo, no como una embriaguez Es fruto hermoso que recoge, que saborea y que deja (La Fontaine y sus fábulas, Ed. América Lee, Buenos Aires, 1946.)
Podría decirse que la psicología del EVII tiende a una confusión entre el amor y el placer y por lo tanto entre el amor y la no interferencia en el cumplimiento de los deseos. Pero la expresión amor-placer no evoca plenamente el fenómeno de ese amor tan liviano de este carácter amable y jovial que ni quiere pesar sobre el otro ni recibir el peso de nadie. Bien podría hablarse, alternativamente, de un amor comodidad, lo que nos invita a evocar tanto el aspecto grato y apacible de esta forma de vida amorosa como de su limitación.
Una ilustración de la expresión menos que ideal de tal amor-comodidad nos la proporciona un chiste carioca-lo que me parece apropiado en vista del espíritu goloso de Río de Janeiro-: una mujer indignada increpa a su marido diciéndole que la empleada está embarazada. El marido contesta: «Eso es problema de ella.» La mujer insiste: «Pero tú la dejaste embarazada» El replica: «Eso es problema mío.»«Y yo, ¿cómo crees que quedo con esto?», insiste la mujer. El marido, desenfadadamente, responde: «Eso es problema tuyo.»
El que un buscador de placer se bata en retirada ante la persona o situación que anuncia molestias, compromisos, obligaciones serias o restricciones es, seguramente, uno de los factores que hace del amor goloso un amor inestable, siempre exploratorio, sabemos que todo esto aumenta a medida que las relaciones se prolongan; pero no es el factor único, puesto que la personalidad del goloso es de por sí curiosa y exploratoria, y siempre lo lejano le parece más atractivo que lo cercano. Precisamente, la dificultad de satisfacerse en el aquí y ahora del mundo real es otro problema importante en la vida amorosa de los «orales optimistas», que constantemente los empuja hacia lo ideal, lo imaginario, lo futuro o lo remoto.
Piensan que es el deseo lo que los aleja del presente, pero es dudoso que esto sea más que una apariencia subjetiva: más bien es una implícita insatisfacción lo que motiva su continua huida hacia lo diferente. Y es que difícilmente el ideal de una dulzura por completo indulgente que busca el goloso puede darse en la experiencia real más allá del período de encantamiento de una relación nueva.
La vida tiene sus problemas, y en el mundo físico todo cómputo debe tomar en consideración el roce. El amor-placer busca relaciones sin roce -y sabe encontrarlas, sólo que en escasa medida pueden llamarse relaciones. Lo ilustra elocuentemente un dibujo de William Steig que, a pesar de no referirse al amor en sí, trata de la relación humana. Hay en el EVII una actitud amistosa generalizada. Se trata del individuo que va al restaurante y, al rato, conoce al camarero o a la cocinera; conoce también a la gente de las tiendas y entra en conversación fácilmente. Su actitud igualitaria contribuye a ello, y es parte de su carácter amable, simpático y seductor.
¿Cuál es la base de esto? ¿Camaradería? Hay un aspecto exploratorio y, además, una búsqueda de novedad y de experiencias, una búsqueda de posibilidades, de marketing, por parte de quien está siempre buscando promoverse. Recuerda al hombre de negocios que busca un mercado y, sea quien sea con quien se encuentre, quiere conocer la situación para ver si entraña una oportunidad. También destaca el aspecto de juego: como es una persona lúdica, se acerca al otro como lo hace un niño respecto a aquél con quien puede jugar.
Puede entenderse el trasfondo de esta no-relación a partir de la información que nos ofrece el eneagrama sobre este eneatipo; un eneatipo (EVlI) que se emparenta con el de los antisociales (EVIII), a la vez que lo hace con el de los ensimismados y distantes (EV). En la medida en que el goloso se parece al lujurioso, va por la vida de Don Juan, en busca de una presa, y por más que se nos muestre como un galán, lleva dentro de sí al aprovechador y, también, a un esquizoide más interesado en si mismo que en el otro. Esta otra forma de egoísmo sería Inaceptable para los demás si no estuviese compensada por una dosis al menos equivalente de generosidad galante.
Así como el goloso es en general un especialista en hacer aceptable a los demás sus deseos, también es cierto que en el terreno específico del amor una persona con este carácter tiene poca dificultad en hacerse conceder sus gustos, aun cuando entrañen sacrificios y salgan de lo convencional, como es el caso de la infidelidad.
Recuerdo una historieta de Quino que presentaba a un personaje con características fisonómicas típicas del charlatán, sentado en su consultorio de médico rodeado de diplomas. A una anciana que ha venido a consultarlo (presuntamente por un mal del corazón) le toca ser testigo de las instrucciones que el joven facultativo le da a su secretaria: «Llame a mi mujer y dígale que se comunique con mi esposa para ver cómo se pueden poner de acuerdo con mi señora a propósito de la fiesta de los niños.» En la viñeta siguiente se ve que la anciana se ha desplomado.
En la discusión que se hace de los rasgos del carácter narcisista en el DSM-III se pone de relieve el “entitlement”, que podría traducirse por un sentirse con derechos de talento, derechos de superioridad. Pero, sin embargo, la superioridad que persigue el EVlI en una relación amorosa es diferente a la de aquellos que van por la vida de importantes y asumen un rol de autoridad. En este caso se trata de una importancia más sutil: no solo que espere ser obedecido, sino escuchado. y reconocido como uno que está enterado. El hombre puede esperar que la mujer sea su público, por ejemplo, e igualmente ocurre con un padre respecto a su hijo. Correlativo a la necesidad del charlatán de ser oído es naturalmente su no saber oír, aunque puede que el mismo no se percate de esto, ya que ofrece gran empatía en su actitud atenta.
También en materia de paternidad, el amor del auto indulgente es menor de lo que aparenta ser, debido a su talento persuasivo y su encanto. Un padre puede apenas estar presente en su hogar y hacerse querer, sin embargo, a través de regalos y sonrisas, de modo que sus hijos no se enteren hasta ya crecidos de su ausencia. En este caso, parte de su ofrenda amorosa será la permisividad -sólo que a veces los hijos llegan a percibirla como un no querer molestarse e intuyen que se sentirían más queridos si se les pusiera límites.
Veamos ahora cómo es la distribución de la energía psíquica entre los tres cauces amorosos, que hemos distinguido anteriormente, en los encantadores. La jerarquía entre estos tres amores es, por lo general, algo diferente que en el caso de los orgullosos; en tanto que en aquéllos el amor a lo divino se ve prácticamente eclipsado por el amor a sí mismo y el amor al otro, en los golosos se da a menudo una orientación religiosa, y aun cuando ésta no es el caso, se puede hablar de un amor al ideal o a lo ideal que corresponde al ámbito del amor a lo divino en la forma amplia en que estoy entendiendo éste término.
Precisamente la religiosidad o los afanes espirituales pueden constituir un escape para las personas con este carácter, por cuanto no sólo entraña un desatender lo inmediato y lo posible por lo remoto e imposible, si no por cuanto una dificultad en materia de disciplina y una limitada capacidad de encararse con las incómodas profundidades de la propia psiquis hace a menudo de ellos amateurs que se amparan en la espiritualidad sin entrar en un proceso de transformación profunda.
Con respecto al amor por sí mismo la auto indulgencia del EVlI es algo así como la de un padre cómodo y seductor más que la de un buen amigo de sí mismo. Pero naturalmente el amor-placer es un intento de resarcirse ante un sentimiento más profundo de privación (como indica el movimiento entre el EV y el EVlI en el eneagrama). Se busca el placer justamente para huir de la incomodidad psicológica de la angustia y la culpa, y se huye de éstas en la medida del propio desamor y el autor rechazo.
El amor-dar, como hemos implicado ya, es en este carácter, tanto como en el anterior, cosa de seducción. Se puede decir, por tanto, que es una amabilidad y una disponibilidad estratégicas. Bien las pintó La Fontaine en sus fábulas del zorro, que se muestra siempre amable con los objetos de su deseo. Podemos también hablar de un amor-oportunista. Como ilustración de él puede servir el título que un humorista dio a uno de sus libros: Al patrimonio por el matrimonio.
Eneatipo V. Desamor
Decía que hay caracteres aparentemente más amorosos que otros, y he comenzado por los que lo son en grado más notorio. El que comentaré a continuación es uno de los que parecen ser menos amorosos.
Nuevamente, si el amor es un atributo de la esencia del ser humano -de su yo verdadero o núcleo central de su ser, es algo independiente del carácter, sea éste más dadivoso disponible y afirmador del otro, o más distante duro o crítico; se trata de diferencias de programación, o de diferencias en la estrategia interpersonal, y por tanto pertenecientes al mundo del pseudo amor más que al del amor verdadero.
Sin embargo, el hecho de que el esquizoide parezca menos amoroso vale tanto para el que lo vive desde fuera como para sí mismo: en tanto que a los histeroides, del ala derecha del eneagrama, les resulta fácil engañarse con respecto a su propia capacidad amorosa, al más esquizoide de los caracteres le es más difícil que a nadie engañarse, y puede sufrir agudamente su incapacidad de relación verdadera con el otro. Por más que en su tendencia a la auto culpabilización el autista desconozca la medida del amor espontáneo en su psiquis -desde el punto de vista del ideal de lo que debería ser o hacer-, es también cierto que su programación se vuelve contraria a este impulso de unificación con el otro que Platón nos ofrece en “El banquete”, como respuesta a lo que pueda ser el amor.
El carácter esquizoide es contrario a este impulso de unificación con el otro, en tanto que alberga una verdadera pasión por evitar los vínculos. Si el amor supone un interesarse en el otro, el esquizoide <> es aquel que no se interesa. No sólo expresa poco su cariño, sino que resulta una persona más fría que las demás, más apática, más indiferente.
Le gusta recibir sí, pero no pide porque ha aprendido que pedir puede molestar y teme que su voracidad le lleve a una mayor frustración que la auto impuesta frustración de ser paciente. Incluso su deseo de recibir amor está amortiguado por cuanto se ha acomodado a vivir con lo menos posible, con las mínimas necesidades que entrañen dependencia de otros y con la necesidad de dar para recibir.
Más aún, tiene dificultad en saber lo que recibe porque emocional e implícitamente no cree en el amor más que el EVIII, y tiene a pensar que quienes se lo manifiestan lo hacen por sus propios intereses, conscientes o inconscientes. O bien no cree que sea digno de recibir amor porque no se siente suficientemente valioso o porque su propio desinterés por el otro lo lleva a sentir que no da lo suficiente.
Hay, entonces, una no-entrega al amor, no-entrega al otro, no-entrega a la vida y un sobre control del miedo a la entrega, de la amenaza que significan las necesidades del otro. En su excesiva intolerancia por las exigencias o expectativas ajenas, vive el deseo del otro principalmente como una limitación.
La más subdesarrollada de las formas del amor es, naturalmente, el amor tipo maternal, dadivoso y compasivo; el amor al prójimo se ve eclipsado por el amor a los ideales y la preocupación por sí mismo. Hay poco sentimiento de camaradería, poco sentimiento de comunidad o fraternidad con los demás mortales. Es también poca la disponibilidad para con los hijos, que se ven -más que en el caso de otros caracteres- como un peso, un impedimento.
Otras veces, sin embargo, se da una proyección muy intensa del propio “niño interior” abandonado en el hijo, y ello lleva a la sobreprotección y a un apego al hijo que se expresa en una relación muy limitativa para éste. Aunque egoísta, el avaro también lo es consigo mismo; no se da satisfacciones, se empuja y siente que debe hacer méritos para darle sentido a la vida
En el amor de pareja, los problemas derivan de su escasa disponibilidad, de la exigencia de no ser exigido, del aislamiento y la escasa empatía. Son difíciles las decisiones de convivencia y matrimonio-que conllevan pérdida de privacidad y de control exclusivo sobre la propia vida, la sexualidad puede no ser intensa y percibirse como una exigencia más el amor a Dios, cuyas exigencias se hacen menos presentes que las del prójimo, pasa a sustituir en cierta medida al amor humano, aunque el mismo amor a Dios se debilita si no está apoyado en una experiencia suficiente del amor humano y el amor a sí mismo. No obstante, resulta más fácil, menos conflictivo, relacionarse con el objeto ideal. Correspondientemente en este carácter está mas desarrollado el amor-admiración (amor de hijo a padre) que la generosidad.
Eneatipo VIII. Amor Avasallador
Abordando ahora aquellos de la zona superior del eneagrama, veamos la perturbación del amor en los lujuriosos Si la indiferencia emocional constituye un desamor, sería propio hablar de atracción lujuriosa más que de amor lujurioso como de un contra-amor. Como consecuencia de la sed de intensidad, el impulso a la unión sexual reemplaza más que vehiculiza la unión íntima entre las personas, en tanto que el lujurioso (tal como dice Stendhal de Don Juan) considera al sexo opuesto como enemigo y sólo busca victorias. El amor a la manera de Don Juan -reflexiona Maurois- se parece al gusto por la caza.
Es una necesidad de actividad que ha menester ser despertada por objetos diversos. El amor lujurioso es un amor como en el prototipo del «Don Juan» original (es decir, el burlador) que antepone su deseo al otro: un amor que invade, que utiliza, abusa, explota, y que exige a su vez un amor que se confirme a través del sometimiento y del dejarse explotar. Le cuesta recibir porque no cree en lo que recibe.
Porque en su posición cínica, no cree en el amor del otro, tiene que ponerlo a prueba. Prueba el amor del otro, por ejemplo, desequilibrándolo y observándolo en situaciones de emergencia, o pidiéndole lo imposible, pidiéndole el dolor y la indulgencia como demostración de su sinceridad. Aparte del aspecto excesivamente avasallador del amor lujurioso, hay un paralelismo de íntima desvinculación que deriva de su gran necesidad de autonomía.
Puesto que se trata de un carácter duro que anda en guerra con el mundo, es naturalmente difícil que pueda hablarse de amor en el sentido de unión o relación -excepto en un sentido exterior. Recibe mal el amor del otro, por más que constituya una defensa de la propia independencia; niega lo que se le da y niega el deseo mismo de recibirlo, puesto que significa una invasión de su sistema y entraña el peligro de sentirse débil.
El amor de pareja del EVIII no solamente es invasor, excesivo y avasallador, sino violento. No podía ser menos, ya que el carácter violento se revela sobre todo en la intimidad. Aparte de castigador, exigente y provocador, es anti sentimental: busca un amor-contacto, concreto, no emocional, que dura lo que dura el contacto; un amor en el aquí y ahora, sin compromisos y con negación de la dependencia, que pone a la persona en relación con su fragilidad, su inseguridad. El aspecto pseudo amoroso está en lo erótico, también en una seducción que es como una «compra» del otro o su indulgencia en ciertas situaciones.
El amor-compasión es negado porque es incompatible con el notorio énfasis del amor-necesidad. El amor admiración, sin embargo, está más a mano; por mucho que la persona sea competitiva, puede reconocer y admirar intensamente, sobre todo si se trata de modelos fuertes.
El amor a sí, sin embargo, es el más fuerte; el amor al prójimo va en segundo lugar, a pesar de tratarse de un ser aparentemente antisocial: es contrario a las normas más que a las personas concretas, y no es tanta como parece la diferencia entre los eneatipos 1 y VIII en lo que a los impulsos se refiere.
En un caso la agresión está muy racionalizada y se percibe como un servicio de buenas causas; en el otro se reconoce la agresión como tal, y existe una especie de inversión de valores por la cual lo bueno se considera malo y viceversa. Pero hay lazos humanos que van más allá de lo que se haría en aras de lo que se supone bueno, y la solidaridad social puede llevar a actitudes de venganza, de reclamo de justicia por el otro, comparables a tomarse la justicia por su mano cuando se trata de la propia vida.
El amor a Dios o a lo ideal y transpersonal es el más débil de los tres. El aparente amor a sí mismo del lujurioso se reconoce como un pseudo amor, si se lo mira desde cerca; porque en la insaciabilidad avasalladora de la búsqueda de placer, ventaja o poder, la persona no reconoce su propia necesidad más profunda: el hambre amorosa misma. A quien se satisface no es al niño de pecho interior, sino a un adolescente titánico que se ha propuesto conseguir lo que se le dio en su momento, de tal forma que su propia fuerza en reclamarlo, pasa a ser un sustituto del deseo amoroso.
Eneatipo L.— Amor Superior
Escasamente se distinguen en el uso habitual la ira y el odio, puesto que se llama odio a lo opuesto del amor. Según esto, la pasión del EI sería un anti amor. Su carácter manifiesto, sin embargo, no es ese “contra-amor” que describimos como propio de la violencia, el atropello y la explotación del EVIII.
Ya hemos visto cómo el “El” es un carácter bueno -entendiendo por ello alguien que no odia, sino que más bien profesa amor. Así como el amor del EII es un fenómeno emocional al que le falta acción, el amor del El está constituido de intenciones y actos a los que le falta emoción: un amor poco tierno, duro incluso se diría si la prohibición de la dureza y un empeño consciente en ser tierno no lo hicieran menos aparente.
Las personalidades de los eneatipos VIII y I son comparativamente agresivas, en uno la agresión (valorada) está al desnudo y, en el otro (desvalorada), negada y en cierto modo sobre compensada, específicamente en la vida amorosa y en el aspecto amoroso de las relaciones y situaciones humanas.
En tanto que el EVIII es un «malo» explotador que exige indulgencia o complicidad, el “El” se pone ante el otro de dador, de generoso y en virtud de ello se sentirá con los correspondientes derechos. Su agresión no desaparece, sin embargo, sino que se metamorfosea en exigencia y superioridad, en un dominio o control sobre el otro no menor que en el caso del carácter avasallador -sólo que aquí se disfraza (ante los ojos del sujeto mismo) de algo justificado por principios impersonales.
Una ilustración de Quino explica el profundo auto engaño de los «justicieros morales» o perfeccionistas (para distinguirlos de los justicieros amorales lujuriosos), que disfrazan sus deseos de exigencias justas presuntamente desinteresadas: la justicia, que comúnmente se personifica en una mujer cuyos ojos vendados no distinguen personas ni intereses, lleva una venda sobre uno sólo de los ojos (que cómicamente nos recuerda el parche del pirata, en la imagen estereotipada del mismo), y con su poderosa espada corta una tajada de jamón.
La imagen del jamón aquí parece contradecir implícitamente esa pretensión desinteresada de los puritanos, caricaturizada por Canetti en el retrato de una vestal incorruptible cuya boca está dedicada exclusivamente al servicio de las palabras y nunca se corrompe recibiendo algo tan bajo como los alimentos de los que viven los comunes mortales.
La forma de afirmación de los deseos es, entonces, su transformación en derechos; y así como los deseos del rebelde se sustentan en su poder bruto, los del virtuoso se apoyan en su superioridad moral. A tal transformación del «yo quiero» en «tú debes» aludequino en el resto de su cartón, que nos muestra, junto a la poderosa mujer entrada en carnes (que como parodia de la Justicia cortaba el jamón) y sobre una silla alta, a un juez; Un juez que, por su estatura y el tipo de silla en que está sentado, así como por la presencia de un juguete en el suelo y su gesto de relamerse mientras come, es la imagen ,de un niño, tan impotente como poderoso es el brazo de la justicia.
Aludir a esta perturbación del amor como «amor superior» implica un «amor inferiorizante»: el otro, tan beneficiado en apariencia por sus actos benévolos, se ve privado de calidad moral o estatura espiritual; en cierta medida «vilificado», a la vez que controlado y exigido.
La inferiorización del otro se hace a través de la crítica, ya sea la crítica explícita y consciente a sus rendimientos, decisiones o actitudes -has hecho esto o aquello mal- o “no apruebo tal aspecto de tu vida”, como la crítica menos explícita de un no darse por satisfecho ante manifestaciones del otro que no alcanzan el ideal de excelencia perfeccionista.
Entre los tres amores el más dominante aquí es el amor-admiración: el amor a la grandeza, a lo ideal.. El amor al prójimo va en segundo lugar, porque es un amor en aras de los ideales, un amor que se ciñe al deber, a la vez que un amor pobre en ternura. Y, más postergado, se encuentra el amor a sí mismo, inconsciente y negado.
Su moral no permite los propios «deseos egoístas», así como no permite los ajenos. Se puede hablar en este carácter de una actitud anti vida, en vista del excesivo control represor de los propios impulsos, del tabú de su instintividad y de la del otro. Ya se trate del amor sobreprotector hacia los hijos o del amor posesivo hacia la pareja, no sólo hay una pérdida de espontaneidad en la persona misma, sino una relación que le quita espontaneidad al otro, quien se ve envuelto en un campo represor invisible. Este amor, excesivamente condicional, exige méritos inalcanzables y pierde la espontaneidad. Desconoce su destructividad; asume el rol parental no para apoyar, sino para interferir con el niño interior del otro.
Las Perturbaciones Del Amor
Claudio Naranjo
Capítulo III
El eneagrama de la sociedad