Mi lengua materna fue el alemán, mis padres consideraban muy importante que no hablara el “yiddish” de la población circundante ya que lo consideraban “basto”. Un año después de nacer yo, nació una niña, pero murió poco después. Dos años más tarde nació mi hermano Robert, y como también fue un parto difícil se hizo necesario que mi madre se ausentara por dos o tres meses a un lugar de reposo. Me han contado que cuando me mostraron por primera vez a mi hermano, recién nacido, traté de golpearlo. Después mi madre pasó largo tiempo, creo que dos años con interrupciones, en clínicas de reposo, de modo que no tuve oportunidad de contacto íntimo con ella. Yo me quedé aterrado pues tenía gran temor a las palizas tan liberalmente administradas por mi severo padre…
Mi padre no hizo sino, mirarme con esa terrible expresión que me hacía temblar y era siempre anuncio de tormenta. Con ocho años aborrecía y temía a mi padre. ¡Cómo añoro esa dichosa felicidad de infancia, y que poco significa para mí la ayuda o protección de un padre!
Mi indiferencia hacia mi padre estaba enraizada, en parte, en su actitud para conmigo, y en parte en el temor que me inspiraba como rival. Pese al amor de mi madre, y aun adoración, mi padre se hizo en extremo celoso, y esto era para ella una tortura. Mi hermano era presentado como un verdadero hombre en comparación conmigo, que nunca tenía accesos de cólera, sino que tendía a guardarme el resentimiento. Los golpes no me importaban, pues estaba acostumbrado, pero esta traición de mi madre me dejó confundido. Me había entregado a las garras de mi padre, nunca puede superar este episodio, ni nunca se lo perdoné. A los once años y medio, aproximadamente, tuve por primera vez relaciones sexuales, desde ese momento tuve relaciones sexuales casi diarias durante años.
Mi madre se casó a los diecinueve años con mi padre, que la amó entrañablemente hasta que murió, aunque la hizo sufrir de modo indecible por su irascibilidad y sus celos. La infinita bondad de mi madre compensaba cualquier otro rasgo menos atrayente, y la hacía objeto de adoración de amigos y conocidos.
Al comenzar mi madre su larga infidelidad con mi profesor asumí, desde ese día, el papel de perseguidor y vigía, pero también de defensor para el caso de que mi padre pudiera sorprenderles. No me explico las razones de mi conducta. Fue mi odio inconsciente contra mi padre, o bien el cosquilleo sexual de participar en ese atroz secreto lo que me impidió contárselo.
Cuando mi padre conoció de la infidelidad de mi madre entró en cólera. Mi padre amaba a mi madre demasiado para poder separarse de ella, y además quería evitar un escándalo. Su intención era perdonarla, y seguir conviviendo, aunque solo fuera para asegurar una madre para sus hijos. Sus bruscos arrebatos y su angustia le dominaban reiteradamente. En accesos de rabia sin sentido, que sobrevenían casi diariamente, golpeaba a mi madre sin misericordia.
Mi padre vinculaba los incidentes y recuerdos más remotos con la infidelidad de su mujer, quien soportaba los golpes en casa y los malos tratos verbales. Su sobrehumana paciencia me convenció de su perpetua profesión de amor a mi padre, pues si no, nada la hubiera obligado a soportar tanto dolor. Nunca contradijo a mi padre ni trató de defenderse, y solo rara vez, le pedía un poco de consideración y paciencia por sus hijos. Había caído en una completa atonía y dejaba apáticamente que llovieran los golpes sobre ella. El no tenía ningún derecho a disponer de la vida de ella.
Cuando murió mi madre no experimenté ni un asomo de dolor íntimo, por triste que fuera en sí mismo, su muerte me embargó menos de dolor que de fascinación ante una situación nueva. Mi madre era la primera persona a la que veía morir. Más tarde, cuando empecé a reflexionar sobre la vida y la muerte, el hombre y su destino, llegué a la conclusión de que las ceremonias religiosas que suceden a la muerte de una persona siguen su curso, tal vez, con el propósito de reprimir los sentimientos de duelo, por lo general, este se reprime, o se enmascara, con todo lo que la convención requiere.
Mi pregunta es ¿Qué finalidad tiene el duelo? ¡Es un modo de exhibir ante el mundo exterior la intensidad del propio sentimiento? No el duelo no es eso, es un cierto encogerse del corazón que se difunde hasta el cerebro y no deja tragar, un sentir que surge cuando menos se espera: ese es mi pesar, mi dolor, sin ruido, pero como una ola que se hincha dentro y refluye sobre sí misma.
Tenía un ansia loca de alguien a quien amar. Mientras el aspecto platónico, idealista, de mi sexualidad se afirmaba en la rutina epistolar, mi erotismo, el componente sexual, se desbordaba sin freno en burdeles, sótanos y huecos de escalera. Andaba como un tigre sediento, de día trabajaba como un buey, de noche frecuentaba los burdeles. Pronto descubrí que la masturbación no era un placer, al contrario, era una compulsión.
La Gran Guerra 1914-1918.
No sentía miedo, estaba frío y tranquilo, como siempre en situaciones peligrosas. Llegué a conocer muy bien los entresijos de la vida militar. En este tiempo todo nos parecía de lo más natural. No reflexionábamos sobre si tenía sentido o no. Me sometí a la instrucción militar sin crítica ni reflexión, inclusive hacía bien mi trabajo. Todo giraba alrededor de estrellas y galones, la jerarquía era absoluta, cualquier método para imponer la disciplina estaba permitido.
Sin el honor de la estrella, y sin el respeto y anhelo por la estrella del hombre sencillo, hubiera sido imposible una guerra, pese a todos los motivos imperialistas. En la guerra no había nada nuevo, era poner a prueba la fuerza de la vieja autoridad.
En el curso de la guerra entré en contacto con miles de personas, y en estrecho contacto con cientos de ellas, pero no recuerdo de ni una sola que comprendiese nada de la guerra o su función.
Con el paso del tiempo y como otros millones de personas, de una especie de patriota me fui convirtiendo en un saboteador sin conciencia política. Yo, como la mayoría de los otros, experimenté la guerra como una máquina que, una vez puesta en movimiento, opera sin sentido según sus propias reglas.
Viena 1918-1922.
Me gradué de doctor en medicina en 1922, y es donde eché las bases de mi teoría de la economía sexual. Mis propias experiencias, mis observaciones de mí mismo y de los demás, me han llevado al convencimiento de que la sexualidad es el núcleo en torno del que gira toda la vida social así como la íntima vida espiritual del individuo, sea la relación con ese núcleo directa o indirecta.
Pero todos tenemos conciencia de algo actuante en nosotros, sea estético o moral, que nos impide creer en esto. No sostengo esto por influencia de Freud, ya era consciente de estas cosas antes del estudio del psicoanálisis.
Todo en mi es impulsivo y espontáneo, jamás planeado. Solo amo a la gente sencilla.
No deseo crear un nuevo Dios ante el cual mi individualidad se arrastre, cualquiera que sea su nombre. Apelo a oponerse a todo lo que esté por sobre uno mismo.
No quiero servir a la comunidad sobre todo lo demás para tratar de ser yo mismo después. Rechazo este modo diferente de coerción externa, porque si me prestó servicio a mí mismo, lo hago para bien de la comunidad, todos los actos emprendidos para mi autorrealización contendrán en sí mismos un servicio a la comunidad.
Profeso querer una revolución, pero no soy un revolucionario, quiero el conjunto, pero desprecio los detalles, la política me asquea.
Wilhelm Reich.
Pasión de juventud (extractos)
Editorial Paidós. 1.990