Del amor. A.R. Orage
INTRODUCCIÓN
Los hombres que mayor influencia ejercen sobre su época y su ambiente no son necesariamente los que más fama alcanzan. Por supuesto que sus nombres son conocidos en el círculo que dominan, como nombres mágicos; pero la magia no se hace en público, y puede ser que la posteridad jamás los llegue a conocer. En todos los tiempos hay tales Eminencias Grises, tanto en el mundo del pensamiento como en el de la política y las finanzas. En su época, A. R. Orage fue uno de esos hombres.
En Inglaterra en las primeras décadas del siglo XX, quizá no hubo nadie que, sin ninguna imposición, tuviera más influencia sobre las mentes de tantas personas como Orage. La influencia que ejercía fue creadora, vivificante. Tenía la capacidad catalizadora para hacer germinar las potencialidades en aquellos que integraban su círculo literario. Su humildad personal, su calor, su capacidad de escuchar, acrecentaban la fuerza de su mente poderosa. Fue el padre, o hermano mayor, de toda una generación de escritores; habría podido ser su rey o su dios, pero eso no estaba en su naturaleza.
Su revista, The New Age, fue “la Biblia de nuestra generación; preferíamos sufrir hambre a dejar de comprarla”, escribió uno de sus contemporáneos (G. Bernard Shaw), quien ayudó a financiar la revista en sus comienzos, dijo que Orage era el editor más brillante que Inglaterra había producido en los últimos cien años. T. S. Eliot lo calificó como “la inteligencia crítica más fina de nuestros días”. “quiero agradecerle por todo lo que usted me permitió aprender,” le escribió Katherine Mansfield; “usted me enseñó a escribir, me enseñó a pensar…” Chesterton, Pound, Arnold Bennett, Wells, Belloc – sería interminable la lista de sus amigos, protegidos, admiradores, algunos famosos y otros desconocidos, que escribieron para su revista o se reunieron para conversar con él y entre sí sobre literatura, psicología, religión oriental y economía. “Doquiera explorara yo en su mente, encontraba los largos corredores iluminados,” dijo el poeta irlandés AE; y la literatura fue solamente uno de esos corredores. Investigó la nueva psicología de Jung y de Freud, comparando sus ideas con las de Tomás de Aquino, los Herméticos; formó un grupo de psiquiatras y médicos con quienes estudió el tema del psicoanálisis versus la psicosintesis.
En 1922, en forma súbita e inexplicable para todos sus amigos, vendió su revista y dejó todas sus actividades para ir a Francia y convertirse en alumno de un griego, poco conocido en aquel entonces, llamado Gurdjieff. “Voy en busca de Dios”, le dijo a su atónita secretaria. Pero no se trataba de un impulso, sino más bien de la conclusión lógica de una búsqueda larga y activa. Por algún tiempo había estado en contacto con Ouspensky, asistiendo a sus conferencias en Londres, en una de las cuales conoció a Gurdjieff. En menos de un año había abandonado su vida habitual, trasladándose a Fontainebleau.
Trabajó con Gurdjieff durante siete años, varios de los cuales los pasó en los Estados Unidos dirigiendo grupos para el estudio de la enseñanza de Gurdjieff. Regresó a Inglaterra en 1931 y fundó The New English Weekly, otra revista de ideas. Esperaba poder transmitir en ella algunos de los aspectos de la enseñanza que había llegado a ser la fuerza directriz de su pensamiento y de su vida. Murió inesperadamente en 1934, a la edad de sesenta y un años.
El subtítulo del ensayo Del Amor -“versión libre del tibetano”- es por supuesto una broma amable, y al mismo tiempo, un llamado a una cierta actitud de parte del lector. Este ensayo ha llegado a ser algo así como un clásico, y sin duda recibirá mayor reconocimiento literario. Ya se ha abierto camino en muchas mentes y corazones, en la forma que Orage más lo hubiese deseado: como una influencia en la dirección del crecimiento interior individual.
DEL AMOR. VERSIÓN LIBRE DEL TIBETANO
Hay que aprender a distinguir entre tres tipos de amor por lo menos (aunque haya siete en total): amor instintivo, amor emocional y amor consciente. No hay mayor peligro de que no se puedan aprender los dos primeros, pero el tercero es raro y depende tanto del esfuerzo como de la inteligencia. El amor instintivo está basado en la química. Toda la biología es química, o quizás deberíamos decir alquimia; y las afinidades del amor instintivo, manifestadas en las atracciones, repulsiones, combinaciones mecánicas y químicas que llamamos el amor, el cortejar, el matrimonio, hijos y familia, son sólo los equivalentes humanos del laboratorio de un químico. Pero ¿quién es aquí el químico? Lo llamamos la Naturaleza. Pero ¿quién es la Naturaleza? La verdad es que no lo sospechamos más de lo que pueda sospechar un alcanforero injertado en una higuera la existencia de un jardinero. Y, sin embargo, hay un jardinero.
El amor instintivo, por ser químico, es tan fuerte y perdura tanto como las substancias y cualidades de las cuales es manifestación… Esas substancias y cualidades no pueden ser conocidas y mensuradas sino por quien entienda la progresión alquímica que llamamos herencia. Muchos han observado que los matrimonios felices o desgraciados son hereditarios. Lo mismo sucede con el número de hijos, su sexo y su longevidad, etc. La llamada ciencia astrológica no es sino la ciencia (cuando llega a serlo) del proceso de la herencia durante largos períodos.
El amor emocional no tiene su raíz en la biología. De hecho, es casi siempre antibiológico en su carácter y dirección. El amor instintivo obedece a las leyes de la biología, es decir, a la química, y precede por afinidades. Pero el amor emocional es a menudo la atracción mutua entre desafinidades e incongruencias biológicas. El amor emocional, no acompañado por el amor instintivo (como casi siempre ocurre) raramente origina descendencia; y cuando esto sucede, la biología no se beneficia. Extrañas criaturas surgen de los abrazos del amor emocional: tritones y sirenas, Barbazules y belles dames sans merci. El amor emocional no sólo es efímero, sino que evoca a su asesino. Tal amor crea odio en su objeto, si es que el odio no está alli desde un principio. El amante emocional se vuelve pronto objeto de indiferencia y, poco después, de odio. Estas son las tragedias del amor emocional.
El amor consciente rara vez se logra entre seres humanos; pero puede ser ilustrado en las relaciones del hombre con sus predilectos del reino animal o vegetal. El cultivo de flores y frutos son ejemplos de una forma primitiva de amor consciente, primitiva porque el motivo es todavía egoísta y utilitario. En síntesis, fruta cultivada sirven al hombre para su uso personal; y no puede decirse que su trabajo sobre ellos esté motivado solamente por el amor. El motivo del amor consciente, en su estado desarrollado, es el deseo de que el objeto llegue a alcanzar su propia perfección innata, sean cuales fueran las consecuencias para el amante mismo.
“¿Que importo yo?, con tal de que ella alcance su perfecto desarrollo”, dice el amante consciente. “Me iría al infierno si de esa manera ella pudiera alcanzar el cielo.” Y la paradoja de esta actitud es que un amor de esta índole siempre evoca en su objeto una actitud similar. El amor consciente engendra amor consciente. Es raro entre los seres humanos por varios motivos: primero, porque la gran mayoría son niños que quieren ser amados pero no amar; segundo, porque rara vez se concibe la perfección como la meta justa del amor humano, aunque sólo esto diferencie el amor humano adulto del amor infantil y animal; tercero, porque los seres humanos no saben, aunque lo deseen, qué es bueno para sus seres amados; y cuarto, porque nunca ocurre por accidente, sino que debe ser objeto de resolución, esfuerzo, elección consciente. Así como éstas fueron obras de arte, también el amor consciente debe ser una obra de arte. Este tipo de amante se enlista, pasa por su aprendizaje, y quizá alcance un día la maestría. Se perfecciona a sí mismo para poder desear y ayudar con pureza la perfección de su amada.
¿Quiere alguien ingresar en esta orden del amor consciente? Que se deshaga entonces de todo deseo personal e idea preconcebida. Contempla a su bien amada: ¿qué clase de mujer (u hombre) es ella (o él)? He aquí un misterio: un aroma de perfección, cuyo aire naciente es adorable. ¿Cómo puede actualizarse esta perfección, para gloria de la amada y de Dios su Creador? Que piense el amante si es capaz de ello. Sólo puede concluir que no lo es. Quien no puede cultivar flores, ni tratar bien a perros o caballos, ¿cómo puede aprender a revelar la perfección, aún por germinar, de la amada?
Se requiere humildad y luego una tolerancia deliberada. Si no estoy seguro de lo que conviene a su perfección, al menos que tenga ella libertad para seguir sus propias inclinaciones. Entretanto estudiaré: qué es ella, y qué puede llegar a ser; qué necesita, qué busca su alma sin poder encontrarle nombre y, todavía menos, forma.
Tendré que prever hoy sus necesidades de mañana; sin pensar nunca en lo que sus necesidades puedan significar para mí. Veréis, hijos e hijas, la autodisciplina y la autoeducación que se exigen aquí. Entrad, audaces, en estos bosques encantados. Los dioses se aman conscientemente. Y los amantes conscientes se convierten en dioses.
La gente, sin asomo de rubor, hace alarde de haber amado, de amar o de esperar amar. Como si el amor fuese suficiente, o como si pudiese cubrir cualquier pecado. Pero el amor, como ya hemos visto, cuando no es amor consciente – es decir, amor que trata de ser a la vez sabio y capaz en el servicio de su objeto – es una afinidad o una desafinidad y, en ambos casos, igualmente inconsciente, o sea, descontrolado. Tal estado de amor es peligroso para uno mismo, o para el otro, o para ambos. Nos vemos, entonces, polarizados por una fuerza natural (que sirve a sus propios objetivos sin tomar en cuenta los nuestros) y cargados con su energía; y sólo a la fortuna podremos atribuìr el hecho de no dañar a alguien como consecuencia de transportar dinamita descuidadamente. El amor sin conocimiento y sin poder es demoníaco. Sin conocimiento, puede destruir lo amado.
¿Quién no ha visto a más de un ser amado reducido a la miseria y a la enfermedad por su “amante”? Sin poder, el amante tiene que sentirse infortunado, puesto que no puede hacer por su amada lo que él quiere y sabe que le deleitaría. Los hombres deberían pedir a Dios que no tengan que sufrir la experiencia de amar sin conocimiento y sin poder. 0, estando enamorados, deberían pedir el conocimiento y el poder capaces de guiar su amor. El amor no es suficiente.
“Te amo,” dijo el hombre. “Qué extraño que ello no me haga sentirme mejor,” respondió la mujer.
La verdad sobre el amor es aparente en el orden en que la religión ha sido introducida en el mundo. Primero llegó la religión del Poder, luego llegó la religión del Conocimiento y, por último, llegó la religión del Amor. ¿Por qué en este orden? Porque el amor sin las cualidades anteriores es peligroso. Pero esto no quiere decir que tal orden haya sido algo más que discreción: puesto que el poder solo, así como el conocimiento solo, son casi tan peligrosos como el amor solo. La perfección exige simultaneidad en vez de sucesión. Este orden no es sino una prueba de que, como la sucesión era imperativa (ya que el hombre está sujeto a la dimensión del Tiempo que es sucesión), era preferible comenzar con los dictadores menos peligrosos y dejar al Amor para el final. Cierto hombre prudente, al sentirse enamorado, se colgó del cuello una campanilla para advertir a las mujeres que era peligroso. Desgraciadamente lo tomaron demasiado en cuenta; y el hombre sufrió las consecuencias.
Hijos e hijas, mientras no tengáis sabiduría y poder equivalentes a vuestro amor, avergonzaos de confesar que estáis enamorados. 0, puesto que no podéis ocultarlo, amad con humildad y estudiad el modo de llegar a ser sabios y fuertes. Sea vuestro objeto haceros merecedores de estar enamorados.
Todo amante verdadero es invulnerable a todos menos a su amada. Así ocurre no por deseo o esfuerzo, sino únicamente por el hecho del verdadero amor, es decir, del amor íntegro. No hay que superar la tentación: no se percibe. La invulnerabilidad es mágica. Más aún, ocurre con mayor frecuencia de lo que se supone. Cuando la infidelidad se manifiesta, sacamos la conclusión de que la invulnerabilidad no existe. Pero la “infidelidad” no se debe necesariamente a la tentación, sino posiblemente y bastante a menudo a la indiferencia; sin tentación no hay Caída. Los hombres deberían aprender a distinguir, en sí mismos y en las mujeres, entre la invulnerabilidad real y la supuesta. Esta última, por muy elocuente que sea, se debe al miedo. Sólo la primera es fruto del amor. Otro hombre prudente, deseando – tal como lo desean en su corazón todo hombre y toda mujer – la invulnerabilidad en sí mismo y en la mujer que amaba, procedió de la siguiente manera: probó a muchas mujeres e instó a su amada a que probase a muchos hombres. Después de unos años, quedó convencido de que ya nada podía tentarlo. Ella, por su parte, nunca había tenido ninguna duda de si misma desde el comienzo. Había nacido invulnerable; el hombre, en cambio, tuvo que alcanzar la invulnerabilidad.
El estado de enamoramiento no siempre se define en relación con un objeto único. Una persona tiene el talismán para elevar a otra al plano del amor (esto es, para cargarle a él o a ella con la energía natural del amor); pero puede resultar que él o ella no sea el único ser amado, o ni siquiera el amado. Entre la gente, al igual que entre las substancias químicas, hay agentes catalizadores que posibilitan intercambios y combinaciones en los cuales los agentes mismos no intervienen. Con frecuencia, tales agentes no son reconocidos por las personas afectadas, y suele ocurrir que ni siquiera se reconocen a sí mismos. En el pueblo de Borna, cerca de Lhasa, vivía un hombre que era un agente catalizador de ese tipo. La gente que hablaba con él se enamoraba súbitamente, pero no de él, ni tampoco, por lo menos de inmediato, de nadie en particular. Sólo se daban cuenta que después de conversar con él, tenían un espíritu activo de amor dispuesto a volcarse al servicio del amor. Los trovadores europeos fueron, quizás, gente de esta índole.
No hay una relación necesaria entre el amor y los hijos, pero sí la hay entre el amor y la creación. El amor es para crear y, si crear no es posible, para procrear; y si aún esto no es posible, el amor es entonces para creaciones de las que, tal vez por fortuna, somos inconscientes. Aceptad en cualquier caso, como verdad fundamental sobre el Amor el hecho que siempre crea. El Amor creó el mundo: y no todas sus obras son bellas. La procreación es función particular del amor instintivo: éste es el plano en que se mueve. Pero por encima y por debajo de este plano, otros tipos de amor tienen otras funciones. El amor emocional es generalmente amor instintivo fuera de lugar; y, en consecuencia sus criaturas están inadaptadas en el mundo. Por otra parte, las formas superiores del amor, o excluyen la procreación – no artificial, sino naturalmente – o la incluyen sólo como subproducto. El propósito y la función del amor consciente no son las niños, a no ser que tomemos la palabra en el sentido místico de llegar a ser como niños pequeños, ya que, en síntesis, el objetivo del amor consciente es lograr un renacimiento o niñez espiritual. Cualquier persona con percepciones más allá de las del varón y de la hembra se dará cuenta del cambio que se produce en el hombre o en la mujer que ama, sea cual fuere su edad. Es casi siempre instintivo; sin embargo, simboliza el cambio aún más maravilloso que tiene lugar cuando el hombre o la mujer aman conscientemente o se sabe conscientemente amado. El joven en tales casos tiene todo el aire de la eternidad; y es, de hecho, el joven divino. La creación de ese niño espiritual en cada uno de los dos amantes es la función particular del amor consciente; y no depende ni del matrimonio ni de los hijos. Hay otras creaciones propias de grados de amor aun superiores; pero éstas deben esperar a que hayamos llegado a ser como niños pequeños.
No somos uno, sino tres en uno; y este hecho está presente en nuestro conjunto fisiológico. Los tres sistemas principales – cerebral, nervioso e instintivo – existen uno junto al otro, a veces aparentando cooperar, pero casi siempre sin lograrlo y, por lo general con propósitos opuestos. En relación con el mundo exterior, la respuesta a un estímulo dado dependerá de que sistema esté en ese momento encargado del organismo. Si el sistema cerebral está de guardia -esto es, encargado temporalmente del organismo- la respuesta será una. Si el único despierto es el sistema nervioso o el instintivo, las respuestas serán diferentes. Tres personas totalmente diferentes existen en nosotros al mismo tiempo, cada una con sus propias ideas de cómo debería actuar su organismo; usualmente rehúsan cooperar entre sí y, de hecho, se obstaculizan mutuamente. Imaginaos que ese organismo, habitado por tres inquilinos pendencieros, se “enamora”. ¿Qué se ha enamorado? o, más bien, ¿cuál de los tres? Rara vez sucede que los tres se enamoren al mismo tiempo o con el mismo objeto. Uno está enamorado, los otros no; o bien resisten, o bien, cuando el amante se descuida, hacen infiel a su organismo, o bien se ven forzados a someterse, apaleados hasta el asentimiento. En tales circunstancias, ¿qué es un amante?
Barba azul y la Belle Dame son respectivamente los tipos masculino y femenìno de la misma psicología – inspiradores de una pasión sin esperanza por ser irrecompensable. Las damas decapitadas que colgaban alrededor de la habitación de Barba azul en realidad estaban colgadas alrededor de su cuello y para ser libres no tenían más que soltarse. De modo similar, los pálidos guerreros y príncipes de la cueva de la Bella Dama estaban allí por propia elección, si es que se puede llamar elección a una atracción irresistible. La leyenda presenta a Barba azul y a la Bella Dama desde el punto de vista de las víctimas que escaparon, es decir, como seres que se deleitaban en sacrificios eróticos. Pero ambos eran tan víctimas como sus víctimas nominales; y ambos sufrieron tanto como ellas, y tal vez más. En tales casos de atracción descontrolada, el poder pasa a través del médium, quien se vuelve así enormemente magnético, y atrae a hombres y mujeres que están en relación de simpatía con él o con ella, como atrae el imán a las limaduras. Al comienzo, sin duda, las experiencias de un Barba azul o una Bella Dama son placenteras y refuerzan el orgullo y la vanidad, el otro sexo está a sus pies. Pero cuando al darse cuenta de que el poder no es propio ni controlable, descubren que también ellos son víctimas, la primitiva satisfacción se paga cara. Para todos, la cura es ardua. Consiste en la reeducación del cuerpo y de los sentidos.
El amor sin adivinación es elemental. Amar exige que el amante adivine los deseos de la amada, antes de que hayan llegado a la propia conciencia de ella. El amante conoce a la amada mejor de lo que ésta se conoce a sí misma; y la ama más de lo que ésta se ama a si misma; de manera que la amada alcanza su ser perfecto sin esfuerzo consciente propio. Cuando el amor es mutuo, el esfuerzo consciente que ella hace es para él. Es así como cada cual, deleitosamente, obra la perfección en el otro. Pero en la naturaleza, ordinariamente, no se alcanza este estado: es el fruto de un arte, de un auto entrenamiento. Todo el mundo lo desea, pero como rara vez ocurre por azar, y nadie ha hecho pública la clave para lograrlo, la gran mayoría duda aún de su posibilidad. Sin embargo, es posible, a condición de que las partes puedan aprender y enseñar humildemente. ¿Cómo comenzar? Que el amante piense, cuando va a ver a su amada, lo que debe aportar, hacer o decir, de modo que sea para ella una deliciosa sorpresa. Al comienzo probablemente no será una sorpresa completa: esto es, ella se habrá dado cuenta de su propio deseo, y estará tan sólo contenta de que su amante lo haya adivinado. Más tarde, la deliciosa sorpresa podrá realmente sorprenderla, y su comentario será: “Cómo sabías que esto iba a agradarme, si a mi misma nunca se me hubiera ocurrido?” Los esfuerzos constantes para prever los deseos nacientes del ser amado, mientras permanecen en la inconsciencia, son los medios hacia el amor consciente.
Asir con firmeza; soltar con ligereza. Este es uno de los grandes secretos de la felicidad en el amor. Por cada tragedia de Romeo y Julieta fruto de las circunstancias externas de ambos protagonistas, mil tragedias surgen de las circunstancias creadas por los amantes mismos. Como rara vez conocen el momento o la forma de “asirse” el uno al otro, aún menos a menudo conocen la forma o el momento de soltarse. Las hondonadas del Monte Meru (es decir el Venusberg) están llenas de amantes que no pueden separarse. Cada cual quiere “soltarse”, pero el otro no se lo permite.
Hay varias explicaciones para este infeliz estado de cosas. En la mayoría de los casos el acercamiento ha sido equivocado: es decir, ambos se lanzaron a una unión sin pensar en la salida. A menudo los primeros cinco minutos del primer encuentro de los amantes son decisivos para todo el futuro de sus relaciones. En algunos casos la relación original es la que explica las dificultades en “soltarse”. Las relaciones a destiempo siempre causan problemas. En otros casos la dificultad se debe a diferencias de edad, educación o “pasado”. Uno teme “soltarse” porque parece ser la última esperanza, o porque ya se ha perdido demasiado tiempo, o porque hasta ahora ha sido lo mejor, o porque el “ideal”, creado por la educación, exige fidelidad eterna aun cuando ésta resulte imposible, pues ninguno de los dos la desea; o porque uno es ultrasensible a raíz de experiencias pasadas y no puede enfrentarse con otro fracaso, o porque las circunstancias son desfavorables: es decir los dos tienen que seguir viéndose. Hay mil explicaciones y cada una de ellas, bastando como causa, es completamente inadecuada como razón, ya que el hecho es, que cuando uno desea separarse, el deber del otro como amante es “soltar”. El gran amor puede tanto soltar como asir.
Los celos son el dragón en el paraíso, el infierno del cielo y la más amarga de las emociones porque se asocia a la más dulce. Hay antídoto para los celos, a saber, el amor consciente; pero este remedio es más difícil de hallar que la enfermedad de soportar. Pero hay paliativos cuya primera condición terapéutica es el reconocimiento de la enfermedad y la segunda el deseo de curarse a si mismo. En estas circunstancias dejad que el que sufre experimente deliberadamente. Mucho se le puede perdonar durante este proceso. Puede, por ejemplo, tratar de hacer progresar los nuevos planes de la que fue su amada, aunque esto es difícil sin una obvia hipocresía. O puede zambullirse en otro ambiente. O puede ocuparse en un nuevo trabajo que demande toda su energía. O puede embelesar su memoria y considerar a la que fue su amada como muerta, o como si ella se trocara en su hermana, o como si se hubiese ausentado en un largo viaje, o como si la hubieran hechizado. Sin embargo, es mejor si se “suelta” por completo sin arrastrar la esperanza de volver a encontrarla jamás. Consolaos. Nuestra vida no es sino un solo día de nuestra Vida. ¡Si no hoy, mañana!
¡Soltad!
A.R. ORAGE. Del Amor y Otros Ensayos.
“On love – with some aphorisms and other essays”.
Traducida del inglés por D. Dooling, R. Wangeman, F. Llosa y A. Cook