Cuando la persona se ve sometida a dificultades para asimilar las circunstancias de su vida, suele recurrir a ayuda profesional, psicológica, médica o religiosa, entre otras. Opino que muchos de los problemas que pueden enfrentarse en los procesos conocidos generalmente como “neuróticos” tienen raíces en la dificultad para asumir que el deseo y la realidad no coinciden, es decir que no todo lo que nos gustaría ocurre. Cuando el desfase es profundo se producen crisis, conflictos, situaciones inconclusas, que pueden llegar a ser graves y afectar a la salud emocional, psicológica o física de la persona.
Estas crisis son en ocasiones la fuente de un encuentro más allá de lo personal, cuyos síntomas son la ansiedad, la depresión. De cada crisis podemos pasar a una nueva etapa, si sabemos instrumentalizarla, gestionarla.
La aceptación de la realidad del deseo, y de los cauces en que se mueve, puede resultar una ayuda valiosa. El cumplimiento de los deseos no siempre proporciona la felicidad, sobre todo si no se puede integrar tanto la satisfacción de obtenerlos como la frustración de no alcanzarlos, dentro del proceso de la vida. La capacidad de la mente humana para producir deseos es tal vez infinita. Pero la satisfacción de estos es bien limitada. Me propongo, en las siguientes líneas, esbozar unas propuestas acerca del deseo, de su satisfacción y bosquejar una propuesta sobre las cuatro vías que podemos recorrer para conseguirlo.
El deseo se mueve a través de la energía. Podríamos calificarlo como una corriente que da impulso a un movimiento destinado a satisfacerlo. Hay deseos que requieren movimientos de energía conscientes y otros inconscientes. La naturaleza del deseo es un conocimiento que conlleva adentrarse en el origen de la vida, tanto en el planeta como, trascendentalmente, en el Universo. Hasta hace bien poco correspondía al campo exclusivo de la filosofía, cuando no de la teología. Con el avance de las ciencias biomoleculares podemos encontrar respuestas también desde este ángulo. No es mi intención profundizar ahora en la naturaleza del deseo, aún cuando entiendo que se trata de un asunto primordial.
El deseo, como impulso, transcurre por corredores básicos, que, en el caso del humano, se han ido haciendo cada vez más complejos y encubriendo, de forma aparente, esos “corredores”. Tras la supuesta complejidad de los deseos es posible descubrir que alguno de los instintos está latente. Los instintos podemos imaginarlos como impulsos básicos, inherentes al ser vivo. Me refiero ahora al impulso de auto conservación, al social y al sexual. De forma profunda, han sido analizados por diversas corrientes de opinión que han dado prioridad, por lo general, a alguno de ellos.
• En la auto conservación, localizamos la necesidad de permanencia, mediante las satisfacciones básicas, principalmente la alimentación, el hogar, aquello que nos puede ayudar a mantenernos en una homeostasis o equilibrio. Tiene que ver con cuidarse y ser cuidado.
• En lo social, enfocamos la capacidad para relacionarnos con el mundo, principalmente con los seres similares a nosotros, pero también con los demás seres vivos. Lleva consigo la necesidad de reconocimiento, de influencia social y en su aspecto político, el poder, para bien o para dominio de los demás.
• El instinto sexual, en el que tanto ha hecho énfasis la corriente freudiana, busca esencialmente la reproducción, la continuación de la especie. No sólo. El placer, la satisfacción del deseo de poseer/ser poseído, el dominio que puede llevar consigo, son algunas de las características de este corredor del deseo.
Los instintos no son estáticos ni en el tiempo ni en el espacio, sino que están sometidos, como el resto de la creación, a ambas variables. Quiere esto decir que según los tiempos de vida personal, (cada edad tiene su afán), según los tiempos planetarios y según los lugares, su intensidad y su proporción varían. Evidentemente, en el aspecto individual también, puesto que cada creatura tiene sus propias constantes al nacer y es además influida por su entorno en relación a la proporcionalidad del deseo, con casi infinita variedad de matices.
Algunos deseos los calificamos de “sanos” y otros de “enfermos”, en función de si proporcionan felicidad al individuo o de si son considerados “agresivos” o adecuados para el entorno social, (muchas veces en función de una estadística mayoritaria), que castiga o premia los deseos en función de criterios sociales o morales. Además, el desequilibrio que puede llegar a producirse en el cauce que toman los deseos según el instinto, acarrea disfunciones de carácter, algo que quien esté familiarizado con la literatura eneagrámica puede llegar a conocer.
El deseo, de esta manera, es la energía que nos mueve o que nos puede mover. No siempre nos mueve, puesto que sus objetivos pueden ser censurados tanto desde el propio individuo como desde el entorno: autocensura o censura social. La censura del deseo promueve la adaptación a los valores generalmente aceptados por el grupo, pero también viene originada para una mejor consecución de las metas instintivas. Por ejemplo, la monogamia, durante mucho tiempo y en muchas sociedades, ha sido el mejor método para lograr una armonía social y ha sido reforzada con mandatos políticos y morales, léase religiosos.
Tal como esta medida deja de ser imprescindible, o incluso necesaria, la sociedad va abriéndose a nuevas perspectivas. Lo mismo podría decirse de la poligamia, practicada en sociedades en donde hay pocos hombres y más mujeres y con lo que se pretende impulsar los nacimientos. A ello se le añade el “valor” de que es el hombre el “patriarca” al que han de obedecer las mujeres. Terminado ese periodo, se produce un cambio, en general acompañado de trastornos políticos y sociales, para adaptarse al nuevo entorno. Un ejemplo de la censura instintiva sería no enfrentarse a alguien más fuerte para preservar un valor más importante como la integridad física.
Pues bien, si el deseo se canaliza a través de estos instintos fundamentales, la energía que promueve el deseo es imprescindible para mantener en pie la vida constituida por esos instintos. Sin energía de conservación, social y sexual, podríamos decir que todo se “detendría”. Las consecuencias de este paro pueden ser imaginadas por el lector acudiendo a su experiencia. No me voy a explayar ahora en esto.
Vistos estos tres cauces, ahora cabe preguntarse si existe algún otro canal o “corredor” para llevar a cabo los deseos. Se nos ha hablado mucho del deseo de inmortalidad, por ejemplo. Aparentemente no pertenecería a ninguno de los tres instintos. Casi todo lo que va unido a este deseo está relacionado con la prolongación “sine die” de alguno de los instintos a satisfacer, algo así como a mayor tiempo de satisfacción, mayor y mejor satisfacción, sus energías de este mundo al “bien”, y a veces ese bien ha ido afín a crueles conductas, son metas en este mundo tan solo por un tiempo breve y efímero.
Se puede alegar que la visión beatífica (la contemplación por un ser individual y “eterno” en Dios, es decir en lo que Es/No Es, siguiendo el binomio Heráclito/Parménides) no corresponde a ninguno de los tres instintos. Que es una gratificación que no concierne propiamente a ningunos de esos instintos, que busca algo desde otra instancia del ser individual. Por supuesto, se nos dirá también que es una facultad que solamente puede alcanzar el ser humano, y aún, el ser humano consciente de su altísima responsabilidad existencial ante su Ser. Sin necesidad de dicotomizar al individuo en dios instancias, alma y cuerpo, tratemos de ver si esa experiencia beatífica, contemplativa, trascendente, puede ser alcanzada por la totalidad del sujeto y en este mundo.
Para llegar a alguna conclusión no intelectual, (de las intelectuales tenemos ya abundantes y densos ejemplos en la filosofía occidental de raíces helenístico-judeo-cristianas) habremos primeramente de comprobar con la experiencia, cual podría ser el sensor capaz de responder a este deseo, admitiendo un a priori de que existe el tal deseo y el tal sensor.
Bastantes personas hemos podido experimentar una sensación no relacionada con los tres instintos al contemplar la creación y alcanzar un sentido de pertenencia. Algo que Freud intenta explicar como la sensación oceánica, pero que -a mi juicio- pierde su sentido al retrotraerla a los estados regresivos uterinos. Si se trata de una regresión ya no es una vivencia “presente”, del “aquí y ahora”, sino una demanda melancólica de vuelta atrás, como una comparación con un presente menos satisfactorio que lo anterior.
La contemplación de un atardecer, de una flor, del océano, de un rostro bello no pertenece al pasado. Las personas que, siguiendo diversas tradiciones místicas, alcanzan un estado “beatífico” mediante la oración, el baile ritual, la meditación oriental u occidental, la respiración holotrópica o incluso la ingesta de determinadas substancias que producen un cambio bioquímico (los rituales también los producen, aunque de forma “natural”), pueden conocer, aunque difícilmente describir, estas sensaciones. Habitualmente, la poesía o algunas de las artes pueden facultar al receptor de estas sensaciones para transmitir a los demás la vivencia “contemplativa”.
Según este “a priori” de que existe una sensación no directamente relacionada con los tres instintos básicos y de que ello puede originar un deseo en esa dirección (el deseo de ser “poseído” por lo divino, por lo “trascendente”) nos encontraríamos que, al menos en el ser humano consciente, hay un cuarto “corredor” para el deseo, que es la búsqueda de la satisfacción de lo divino, y que sus manifestaciones pueden ser tantas como humanos haya, aunque el deseo podría ser uno: la unión con el Ser, de acuerdo con lo que los “místicos” han procurado trasladarnos en sus vivencias tan diversas. Muchas pueden ser las experiencias, aunque todas ellas pueden tener algo en común: el estado de beatitud, de satisfacción plena.
Bien. Tratemos de ir un poco más allá. Nos encontramos entonces con que los tres instintos no serían tres sino cuatro, puesto que lo que Naranjo califica de “única búsqueda” sería también canalizable a través del deseo (siempre y cuando no aceptemos la teoría agustiniana de que ese deseo lo concede la divinidad -divinidad creadora claro está- a su antojo, mediante el estado de “gracia”, es decir un don que dispensa sin que sepamos porqué, ni podamos hacer nada al respecto más que anhelarlo y pedirlo mediante la oración sincera) y objeto de ser satisfecho si está despierto.
En mi opinión y práctica, lo que sucede es que para que este deseo se instale, son necesarias unas condiciones. En primer lugar, es preciso llegar a él mediante una experiencia consciente con alguno de los sentidos (dejémoslos en cinco por el momento) ¿Quien no ha experimentado un estado beatífico al gustar un delicioso alimento, al inhalar una fragancia de una flor, al contemplar un colorido o la sonrisa de un ser bello, al escuchar la tierna melodía de una voz o al recibir o entregar la caricia a alguien amado, al hacer el amor con pasión sincera y abierta…? Los sentidos nos conectan ciertamente con lo divino, entendiendo esto no como la mera satisfacción de un deseo, sino la satisfacción completa, al estilo de la descarga reichiana que nos deja ahítos y sin necesidad de repetir, agradecidos y sin anhelo, sin ansiedad por lo que ya pasó o por lo que pueda venir…
Con ello quiero decir que los sentidos son las puertas de entrada al deseo, las puertas de salida a su satisfacción y la posibilidad de trascenderlos mediante la contemplación de lo divino que hay en ellos, es decir de la posibilidad de sentirse sin ansiedad, ni pasada ni futura. Son la posibilidad del aquí y ahora. Por eso es preciso que nos demos cuenta de que está sucediendo, que lo registremos. ¿Quiere esto decir que solamente a través de los sentidos se puede llegar a ese cuarto “corredor”?
La pregunta ha intentado ser contestada tanto por los que han sido calificados de materialistas como por los que han sido considerados de espiritualistas. Algo así como que solamente el “alma” a Dios, o que es la totalidad del organismo quien la alcanza (el regreso del Cristo en cuerpo y alma), cuando se acabe la vida efímera y por tanto no en este tiempo, o bien que es en este mundo y únicamente en este, en el que podemos experimentar ese estado y por tanto tratemos de hacerlo aquí y ahora. A título de ejemplo léase el tantas veces denostado Epicuro.
Quiero decir, en primer lugar y desde este presente de mi vida, que no pienso que materia y espíritu estén separados. A lo más que me aventuro hoy es a pensar que son instancias desde donde se puede alcanzar al Ser. La negación del cuerpo a través de su mortificación, (tratando de exaltar el alma), o la negación del espíritu por medio de su represión, (racionalización), son asuntos con los que la humanidad ha tenido que lidiar desde hace ya un buen tiempo (el camino medio de Buddha es un ejemplo opuesto). Hay teoría y práctica al respecto.
Por lo que respecta a la inmortalidad del alma o del cuerpo, me remito a la respuesta del mismo Buda que viene a ser “haz ahora lo que es preciso y no te preocupes por esas cosas”. Lo que pretendo señalar es que para poder acceder a la contemplación por medios que no sean los sentidos (las puertas de acceso a la pertenencia) se ha de investigar en cual es la ansiedad que subyace a todo ser “consciente”. Es decir, si, alcanzados los objetivos de los instintos, nos encontramos con que su satisfacción no modifica el estado de ansiedad (de deseo incontinente), es importante que nos demos una “vuelta”, que investiguemos, por la “máquina” (al estilo de Gurdjieff) y tratemos de asir, mediante la experimentación, qué es lo que nos está ocurriendo: ¿Se trata de algo pasado, algo irresuelto? ¿Hemos visto y analizado ya esto a través de una investigación terapéutica profunda? ¿Es algo que tiene que ver con el “carácter”? ¿Se trata de un asunto inconcluso que me impide vivir felizmente? -¡ojo! felizmente no significa que no se presente el dolor, permanente manifestación de este mundo junto con el placer.
Hecha esta investigación (pienso que es conveniente hacerla en compañía adecuada, ya que los autoanálisis pueden resultar engañosos o sesgados) debemos preguntarnos si, desde la práctica de nuestra vida, hemos sido capaces en alguna ocasión de alcanzar un “bien”, un estado en el que no esté directamente relacionado alguno de los tres instintos. Esa puede ser nuestra puerta de entrada al “cuarto corredor”. Sería como partir de una capacidad intrínseca y desarrollarla. Y me refiero a ésta más que a cualquiera otra que nos “preste” algún maestro o gurú, puesto que la nos preste, en general, será la suya, salvo honrosas y no dudo que valiosas excepciones.
La experiencia personal es fundamental. Ello implica que, si nos dejamos orientar, ha de ser por un orientador que tenga la práctica de facultar al buscador su propio camino. En mi vida personal, he tenido ocasión de seguir caminos que no eran el mío, buscando fuera lo que ya tenía dentro. He tenido que regresar siempre hacia mí, aunque me haya valido la experiencia. La experiencia que nos puede encaminar puede ser algo sencillo, algo que apreciamos. A mí, por ejemplo, me impresionó que el conocido mitólogo Campbell la obtuviera corriendo una carrera pedestre, siendo que podríamos fantasear con algo mucho más “trascendente”.
Valgan estas líneas para agradecer a los maestros que confiaron en la sabiduría de mi propio organismo, antes que en aconsejarme o imponerme la suya. A ellos les debo, en buena parte, estar ahora en el camino.
Miguel Albiñana.
Hermano, compañero y amigo.
Fundador y Director del Centro Eleusis de Madrid.
Psicoterapeuta (F.E.A.P.). Axiólogo. Formador y supervisor de terapeutas.
Máster en Orientación y Desarrollo de la Universidad Iberoamericana de México.
Formado en Gestalt, Eneagrama, Bioenergética y Psicología Transpersonal.
Presidente de la Asociación Española de Terapia Gestalt 2003 a 2007 y desde 2.014 a 2.018. Vicepresidente de la Asociación Española de Axiología hasta 2.019.
El cuarto corredor ha sido publicado en la revista de la A.E.T.G
“La unión de las diferencias” (2009)