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Gestalt y duelo. Sara Urroz Elcid

A pesar de saber “intelectualmente” que somos mortales, el fallecimiento de un ser querido resulta un acontecimiento terrible, muy difícil de aceptar. La ruptura del vínculo, tan fuerte e importante, produce mucho sufrimiento y pone en cuestión los fundamentos del ser y existir humanos, afectando de manera importante a las relaciones familiares y sociales más básicas.
En el duelo, el futuro se queda despoblado ya que previamente había construido un futuro con la persona ausente y, cuando ésta desaparece, lo hace también el futuro construido con ella. El pasado se traslada al presente alterando con ello el tiempo cronológico que se hace eterno, desapareciendo así el tiempo subjetivo. Acabar con un duelo no significa acabar con el recuerdo. “La muerte se lleva todo lo que no fue, pero nosotros nos quedamos con lo que tuvimos.” (Mario Rodjzam)
La respuesta a esa pérdida pone en movimiento intrincados procesos tanto externos como internos. Es necesario reconfigurar completamente un campo que se ha alterado por la pérdida de uno de sus elementos significativos. A este intenso proceso, de aceptación y adaptación a una pérdida importante, le llamamos “trabajo de duelo”. En general, ante la muerte de personas significativas, con las que existe algún lazo afectivo en mayor o menor grado, se presenta una reacción similar, el “proceso de duelo”.
Aunque las costumbres, rituales y ceremonias luctuosas pueden variar de un grupo a otro, en general se ha visto que las reacciones personales a la muerte de un ser querido son bastante similares; si las formas externas de manifestarlas están delineadas culturalmente, los procesos internos en la respuesta del individuo ante una pérdida importante parecen tener características universales. Y aunque cada respuesta individual tiene sus matices personales, los procesos psicosociales y los sentimientos experimentados, así como la sucesión en que se presentan, son muy parecidos (Royal College of Psychiatrists, 1999):
Existen algunos autores que mencionan diferentes etapas. Unos mencionan tres, otros mencionan cinco y otros más mencionan 7. En este caso, en la muerte de un ser querido hablaré de cuatro etapas:
• 1. Negación de la realidad: Negamos el hecho de la muerte, negamos la posibilidad de que no tengamos nunca más la posibilidad de estar con el ser querido, negamos que en algún momento podamos recuperarnos de esta pérdida. Existe tristeza y ansiedad.
• 2. Experimentamos ira, enojo, culpa y frustración: La ansiedad nos desborda. Nos culpamos por no haber sabido cuidar bien al ser querido y en algunos casos nos enojamos por no habernos dado tiempo a demostrarle que lo queríamos. También puede haber enojo contra los médicos por creer que no supieron salvarle la vida o aún más contra la propia persona fallecida por abandonarnos e incluso contra Dios por permitir nos sentir tanto sufrimiento.
• 3. Llegamos a un compromiso: Llegamos a un compromiso con nosotros mismos y con el mundo. Comenzamos a tener de nuevo relación con la realidad. El enojo, la frustración, la culpa y la ansiedad comienzan a disminuir. a aparecer pero con menor intensidad.
• 4. Finalmente después de ir y venir en las etapas anteriores Aceptamos lo que ha ocurrido: Aceptamos que la persona fallecida nos ha dejado su cariño y que somos parte de ella a través de todo lo que hemos sentido, vivido y amado con ella cuando estaba viva.
Una vez que aceptamos la muerte, la persona vuelve a estar viva para nosotros, la sentimos en nuestro interior. Recordamos todo aquello que nos enseñó, sus experiencias. Oímos sus consejos, sus vivencias y aunque a veces recordamos el momento de la muerte, la enfermedad, el velatorio, también recordamos cada vez más seguido situaciones en las que la persona amada estaba viva y transmitía sus sentimientos hacia nosotros, recordando escenas que nos producen paz, bienestar, alegría.
Es fácilmente identificable que ante la muerte de una persona que de una u otra manera está relacionada con nosotros, se presenta una respuesta emocional, similar a aquellas en las que se pierde algo significativo, de tipo relacional, material, económico o simbólico. Esta característica sobresaliente (la pérdida) es obvia; cuando alguien muere, hay una pérdida real: perdemos al familiar, al amigo o a la persona admirada, ya no la tenemos, y no la podremos recuperar. “Cuando nuestro compromiso con otra persona la ha convertido en parte de la Gestalt de nuestra experiencia, parte de nosotros mismos… su desaparición nos abre repentinamente a un contacto con el vacío originado; miramos hacia un abismo y nos llenamos de tristeza y perdición” (Latner, 1994, pág. 94).
En su escrito clásico, “Duelo y Melancolía”, Freud (1917) se pregunta en qué consiste el trabajo que el duelo opera [“Trauerabeit”], planteando en su aserción que el duelo realiza un trabajo (Allouch, 1996); desde entonces se da por hecho que el duelo implica realizar ciertas funciones, aunque las características de éste se definan desde diversas perspectivas teóricas.
Aunque matizadas por los diferentes enfoques teóricos, las propuestas coinciden en señalar que hay un “trabajo” que hacer, hay sentimientos, representaciones, relaciones, ajustes, que se tienen que hacer tanto a nivel interno (representacional, psicológico, afectivo), como a nivel externo (en el mundo de relaciones familiares y sociales).
“Elaborar el duelo” es darse la oportunidad de transitar por las diferentes etapas del proceso, para realizar las “tareas” que corresponden a esta experiencia de asimilación de una pérdida, y continuar viviendo de manera plena. (Mª Isabel Chávez de Sánchez).
La pérdida de un ser querido implica una alteración fundamental en el campo organismo-ambiente, al faltar uno de sus componentes, y exige una reconfiguración del campo tanto en sus elementos externos como internos. ¿Cómo se altera y cómo se reconfigura el campo?
Cuando un objeto externo se destruye, cuando deja de existir, es evidente que falta la parte externa del objeto, y deja un hueco o vacío real (por ejemplo a la hora de comer su sitio queda libre, queda vacío). Esto necesariamente implica un reacomodo en el campo externo (cuando nos reunimos toda la familia hay un cambio estructural alrededor de la mesa) cuando falta uno de sus objetos clave.
Se tiene qué reconfigurar toda la gestalt de ese campo externo, donde necesariamente se alteran las constantes: los sentimientos, las relaciones, los roles, las actividades, las expectativas, relacionados con esa figura (sin dejar de lado lo que a cada uno de nosotros nos produce a nivel emocional, la forma de realicen entre nosotras cambia, incluso hay
roles que se modifican.)
Con la desaparición del objeto externo, se crea un desbalance en la homeostasis del campo entero, externo e interno. Y, al igual que en una construcción en la que se destruye uno de sus pilares básicos, en la figura que pierde su parte externa también se necesita un apuntalamiento.
El trabajo de duelo corresponde a esta necesidad de reconfiguración del campo, tanto de su aspecto externo como del interno. Primero, el campo externo nos confronta con la pérdida real del objeto externo. Al faltar la mitad externa del objeto, la otra mitad interna se ve de pronto amenazada e incompleta y necesita reconfigurarse.
En el duelo, la función de este apuntalamiento es efectuado esencialmente por el entorno social, mediante los ritos y ceremonias sociales, que sirven de soporte temporal, tanto para la aceptación de esa pérdida de un elemento clave en la configuración gestáltica externa, como para el proceso interno que se sigue.
El trabajo de duelo activa algunos modos de relación específicos, necesarios para el manejo de los sentimientos intensos suscitados, para el reacomodo con la realidad externa, y para el proceso interno de reconfiguración del vínculo roto. En general, podríamos considerar que se activan las formas de confluencia, introyección y proyección, para preservar como bueno el objeto perdido, dotándolo de características positivas y destituyéndolo de lo negativo, que se negaría en él y se proyectaría en los otros o en uno mismo.
La confluencia e introyección, como parte de los procesos de idealización e identificación con el otro, permiten resaltar y conservar lo bueno, e ir asimilando gradualmente las características del otro que se tomarán antes de destruir una gestalt representativa de esa persona, gestalt que tiene qué modificarse. La proyección permite quitar las características negativas al objeto interno, y ponerlas temporalmente en otros recipientes, que pueden ser otras personas o uno mismo.
A la vez, permite manejar la intensidad del enojo, la frustración y los sentimientos hostiles, dirigiéndolos hacia blancos alternativos, algo menos amenazador que atribuirlos a la relación con la persona cuyo aprecio y aceptación se desea conservar. Estos elementos participan también en el hecho de culpar al exterior (a otras personas, al destino, o incluso a Dios) y dirigir la furia y el reclamo contra ellos, o bien en el culparse a sí mismo, mediante la retroflexión.
Los procesos de retroflexión, alterflexiónT y proflexión, relacionados también con el manejo del enojo y con los sentimientos de culpa y restauración, ayudan al trabajo reparatorio para la constitución del objeto como bueno. El deseo de no haber lastimado al otro, y de complacerlo, contribuyen a garantizar una reconfiguración de la relación del otro como buena.
En el proceso de duelo se activan estas formas de relación como partes de un proceso necesario para la reconfiguración del vínculo roto. Además de ello, pueden surgir formas defensivas de tipo personal con una función de resistencia, complicando y prolongando la labor de duelo. Estas formas pueden tener un carácter funcional, cuando permiten avanzar en la resolución de la pérdida (formas de relación), o bien constituirse en una maniobra defensiva que entorpece contactar con los aspectos externos e internos de la situación (formas de evitación).
Así, la proyección del enojo en otros puede limitar seriamente el contacto con el propio enojo hacia la persona fallecida; la retroflexión acentuada puede llevar a sentimientos de culpa exagerados, a tensiones y malestares psicosomáticos; las actividades de proflexión pueden llevar a tratar de solucionar en otros un problema similar, sin enfrentarnos a la situación original de pérdida. La deflexión puede evitar el contacto con sentimientos amenazadores y la constatación de la realidad.
El aislamiento puede prolongar el retraimiento del mundo, necesario inicialmente para la elaboración interna de la pérdida, complicando las cosas al limitar el contacto con los recursos externos que se pudieran obtener. Ejemplos de fijación se observan en situaciones en que se mantienen casi intactos los recuerdos u objetos, en el rumiar sobre la tristeza propia, en los resentimientos y remordimientos que congelan el tiempo, y en general, en los duelos crónicos.
Cada persona puede utilizar temporalmente sus patrones típicos de protección y defensa ante situaciones impactantes. El duelo, como todo proceso, implica necesariamente un movimiento, que va confrontando gradualmente con cada aspecto necesario para la resolución de la pérdida, por lo que despierta las formas específicas en que una persona se protege habitualmente de un contacto doloroso, además de aquellas que requiera la situación.

El duelo como ciclo de experiencia.

El duelo constituye un ciclo de experiencia con ritmo, tiempos y características específicos. Delacroix señala que “toda destrucción de una gestalt supone encontrarse con el vacío, la muerte y el duelo” (Delacroix, 1998, p. 121). Y qué destrucción más importante que la destrucción misma de un objeto externo significativo, que deja un hueco real, sentido como vacío. Para Delacroix el duelo es una cuestión de postcontacto; es un espacio de recogimiento y soledad donde se procesará la experiencia de la pérdida.
De manera similar, Kepner (Kepner, 1992) considera que el proceso de cierre de una gestalt lleva intrínsecos sentimiento de pérdida; incluso la culminación de sucesos felices puede estar paradójicamente ligada a una sensación de tristeza y duelo, por la experiencia que se termina. Con mayor razón, aquellas situaciones donde el contacto se interrumpe de manera abrupta y no deseada por alguno de sus participantes, pueden producir fuertes sentimientos de vacío, abandono y pérdida.
El proceso de autorregulación organísmica, visto como la secuencia de pasos que lleva a un organismo a estar en contacto con su ambiente, buscando la satisfacción de sus necesidades, parte del surgimiento de una figura que va resaltando contra el fondo que organiza la conducta, lleva al contacto con el entorno para completar la necesidad que surge, concluye y retrocede al fondo, permitiendo el surgimiento de la siguiente figura de interés.
En relación con la intensidad y naturaleza del contacto en el que se ha participado, se da un paso necesario de retroceso, de retraimiento hacia el sí mismo, para desvincularse del exterior, restablecer los límites del self, asimilar la experiencia y cerrar la gestalt, dejando la atención y energía libres para la formación de nuevos ciclos.
Los contactos más intensos y significativos requieren una fase más prolongada de retroceso; para balancear la energía y atención que se invirtieron en el contacto con el exterior, se requiere posteriormente de una energía y atención proporcional hacia la otra parte de la relación, o sea hacia el sí mismo, para asimilar la experiencia, integrándola al previo marco de referencia que ahora será modificado por ella.
La muerte de un ser querido generalmente termina de manera involuntaria con el contacto establecido con él. Este contacto que se termina muchas veces de manera abrupta, las más de las veces de manera no deseada, requiere de una larga fase de retroceso para elaborar esta terminación. El trabajo de duelo queda comprendido en esta última fase de ese ciclo relacional. Y las tareas a realizar, tanto en la fase general de retroceso, como en la elaboración del duelo, son similares: aceptación de la finalización del contacto, desvinculación del exterior, recogimiento para redefinición de los límites propios, procesamiento y asimilación de la experiencia, y conclusión o cierre de ese ciclo.
Entre esta terminación abrupta de un ciclo de experiencia debido a la destrucción de un objeto externo, y la disposición a captar y recibir nuevamente la novedad asimilable en el medio ambiente, se da un espacio. En ese guión, entre la fase de retirada (a la que Delacroix se refiere como postcontacto y Kepner como retroceso) y la reinstauración de la disposición a captar y recibir la novedad asimilable en el ambiente, se da un ciclo de experiencia, el proceso de duelo, en tres tiempos, correspondientes cada uno de ellos al cierre de un ciclo gestáltico.
• Un primer tiempo corresponde a la primera fase del duelo: que va del momento en que se tiene conocimiento del fallecimiento del otro, a la terminación de las ceremonias fúnebres. La aceptación de la muerte física (pérdida del objeto externo) y la despedida ceremonial (con el apoyo de los elementos vinculantes del campo externo), constituyen el cierre de este ciclo gestáltico.
• Un segundo tiempo corresponde a la fase intermedia del proceso de duelo: el procesamiento interno que lleva a la confrontación y reconocimiento de la ausencia definitiva del otro, física y psicológica, se cierra con su aceptación. Reconocer y aceptar que la pérdida del otro es definitiva permite reconfigurar el objeto interno y reacomodarlo en el mundo interior. El vacío interno se cierra al soltar la imagen obsoleta; la destrucción de esta vieja gestalt da paso a la formación de una nueva imagen actualizada. Un segundo ciclo gestáltico se cierra al completarse este procesamiento interno de la pérdida.
• El tercer tiempo fase final del proceso de duelo: corresponde a la reincorporación responsable al medio externo. Este ciclo se cierra cuando se reconoce y asume que el mundo externo es diferente, cuando se configura esta nueva gestalt con un elemento ausente, que obliga a una reconfiguración del mundo externo y a un reacomodo de nuestra actuación en él.
Estos tres ciclos componentes del gran ciclo “proceso de duelo”, constituyen un ajuste creativo a la situación de pérdida de una persona significativa, al llevar a una reconfiguración tanto interna como externa del medio y del self, que permite vivir en el mundo actualizado.
Todos los pasos de este ciclo tienen su función de protección, restauración y crecimiento, por lo que no sería recomendable ni su omisión ni su apresuramiento. Es necesario vivir inclusive las fases dolorosas o angustiantes; el pleno contacto con cada una de ellas lleva a su experimentación y resolución. En un proceso que se vive de esta forma, las fases se suceden una a otra de manera fluida.
Por razones defensivas, se puede detener, entorpecer, acortar, alargar el proceso, o brincarse etapas (como sucede en la ausencia de duelo, en los duelos crónicos, en los duelos que se convierten en cuadros depresivos severos, en los duelos que entorpecen los modos de relación familiares, etc.) A la vez, el medio externo puede interferir con el proceso de duelo, si no ofrece el suficiente apoyo y permisividad para el reconocimiento y expresión de los sentimientos y necesidades surgidas (Hernández Romero, 1999). Las expresiones interrumpidas en su curso natural, pueden tomar las características de un asunto inconcluso.

El duelo como asunto inconcluso

Cuando una experiencia no se puede olvidar ni resolver de manera satisfactoria, se torna en un “asunto inconcluso”. Estas gestalten incompletas generalmente se relacionan con experiencias traumáticas que no se han podido integrar; derivadas de situaciones relacionales en las que no se satisfizo una necesidad básica (seguridad, confirmación, inclusión, aprobación), se van acumulando en emociones incompletas e interrumpidas (Merino, 1999). Todo asunto inconcluso habla de una necesidad no satisfecha; el individuo se siente obligado a repetir en su vida cotidiana lo que no logra concluir en forma satisfactoria (Perls, 1976)
Algunos eventos pueden quedar como gestalten incompletas esperando su resolución. En algunos casos, efectivamente se interrumpe un evento, que queda sin cerrarse (los llamaremos asuntos inconclusos de primera instancia). En muchos otros, el evento realmente concluyó, pero la forma en que sucedió no fue satisfactoria para nosotros (asuntos inconclusos de segunda instancia). La experiencia de una situación desagradable y concluida de manera insatisfactoria crea nuevas necesidades y sentimientos, surgidos precisamente de ese cierre rechazado.
Se considera que el duelo, como prototipo de las experiencias de separación y pérdida, constituye un asunto inconcluso de segunda instancia: la muerte del otro significativo cierra de manera dramática y repentina un ciclo relacional; pero los sentimientos nacidos de esa realidad que es difícil de aceptar, abren nuevos ciclos largos que si no se solucionan, se convierten en asuntos inconclusos.
El nuevo ciclo se mantiene muchas veces porque la persona fallecida ya no está para satisfacer las necesidades que anteriormente satisfacía, ya no puede darnos cariño, seguridad, aprobación, compañía; se mantiene también porque tampoco está presente para satisfacer las necesidades actuales, generadas por su ausencia física y psicológica; es un satisfactor con el que ya no se cuenta para enfrentar una situación de difícil manejo, no se tiene ni el consuelo, apoyo o estímulo proveniente de él, que se necesitaría en una situación de pérdida. El manejo terapéutico del duelo no cierra el primer asunto; éste generalmente está cerrado ya, pero de manera insatisfactoria.
Lo que sí podemos hacer es ayudar en el manejo de los sentimientos y necesidades derivadas de este primer asunto, para constituir una nueva gestalt con un resultado más satisfactorio para el individuo, ya sea que esa nueva necesidad sea manifestar los sentimientos de enojo y añoranza, descargar la agresión surgida, expresar los sentimientos amorosos no dichos, pedir y aceptar el perdón.
El fondo de muchos asuntos inconclusos dentro de este marco equivaldría a “actividades reparatorias” tanto del yo sufriente como de los objetos internos (en el caso de un fallecimiento, el objeto externo ya no se puede reparar). Así, transitar por las diferentes etapas del duelo, contactando plenamente los sentimientos de cada fase, lleva a una aceptación gradual de la pérdida y a una reconfiguración del campo, tanto en sus aspectos externos como internos, con lo cual se puede cerrar el ciclo de experiencia correspondiente al duelo.
Cuando los procesos correspondientes a una determinada fase del duelo se ven interferidos, ya sea, entre otras cosas, porque la persona no cuenta con los recursos internos o externos para adaptarse a las demandas de una nueva realidad, porque se aferra a sus recuerdos, porque no se atreve a soltar configuraciones obsoletas para vivir en el presente, el proceso de duelo se puede ver alterado o estancado en alguna de sus fases, convirtiéndose en un asunto inconcluso.

Sara Urroz Elcid
saraurroz@hotmail.com